martes, 22 de septiembre de 2009

guía de trabajo para el museo y el zoo de La Plata

Visita al Museo de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata

Ejes temáticos
El pasado como política.
Las ciencias naturales y las ciencias sociales: como interactúan con la sociedad.
La cultura como política de identificación. ( La cultura universal como negación de toda otra cultura).

Observaciones generales.
El entorno del museo (El bosque, la ciudad, su diagramación).
El montaje.
Arquitectura: construcción y reproducción de significados.
El edificio (monumentalizacón).
Las salas y los materiales exhibidos.
Modelo histórico implícito
§ Más allá de la exposición.

Notas
El museo es concebido como una de las instituciones paradigmáticas en esta búsqueda de construir, conservar, difundir y proteger un patrimonio nacional, a la vez que definir una identidad nacional en un contexto de consolidación del Estado nacional, basada en los ideales de las clases hegemónicas.
La distribución de las salas y las características de exhibición de los materiales allí presentes, hace clara referencia a una orientación política determinada en cuanto al uso del pasado, del patrimonio, así como también a la necesidad de definir una identidad nacional.
Este museo es la piedra angular de la antropología y la arqueología en Argentina, además, constituye el principal centro para el estudio de las ciencias naturales.

Visita al Zoológico de la Ciudad de La Plata

Eje tematico
§ La etología y el comportamiento de los primates.

Observaciones generales.
El entorno del zoológico (El bosque, situado enfrente del museo de ciencias naturales)
Arquitectura: construcción y reproducción de significados. El estilo de los recintos (estilo victoriano).
Zoológico público.
Remodelaciones y reacomodaciones de algunos ambientes.
Características de la especie observada.
Condiciones y condicionamientos del encierro.
Conductas de apego y agresión entre los miembros del grupo observado.

Notas

§ Etología, es la disciplina nos que observa y analiza los patrones de conducta de las diferentes especies. Dentro de ella se encuentra la Etoprimatología (o Etología de los Primates) es la ciencia que estudia el comportamiento de los primates no humanos actuales. Muchas especies de estos primates nos muestran modelos de comportamiento que podrían haber sido compartidos por los Homínidos fósiles. La organización social de los papiones o las habilidades técnicas del chimpancé son algunos de estos ejemplos.
§ Respecto a la conducta de apego, la misma puede definirse como aquellos comportamientos tendientes a lograr o sostener la proximidad con una figura que es percibida como aquella capaz de satisfacer nuestras necesidades.
§ En cuanto a las conductas agresivas, a partir de los desarrollos de I. Ongay, se puede distinguir entre conductas intraespecíficas y agresiones interespecíficas, que se encuentran en contradicción con las primeras y están asociadas comúnmente a pautas de predación y caza.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Los pobladores del “desierto”

Los pobladores del “desierto”
Genocidio, etnocidio y etnogénesis en la Argentina
Por: Miguel Alberto Bartolomé, 2005 [*]
¿Quién supo jamás nuestra edad, quién supo nuestro nombre de hombre?¿Y quién disputará algún día nuestros lugares de nacimiento?Saint-John Perse, Crónica
El genocidio colonial
Resulta un lugar común suponer que el territorio que conforma la actual República Argentina, se encontraba casi despoblado para el momento del contacto con los invasores europeos. Pero aparte de un lugar común es también una mentira. Es cierto que la densidad demográfica del área no era en absoluto comparable a la que poseían las altas culturas andinas y mesoamericanas, pero eso no significaba que estuviera despoblada. El mito de un inmenso territorio “desierto” y sólo transitado por unas cuantas hordas de cazadores “bárbaros”, ha sido particularmente grato a la historiografía argentina, en tanto fundamentaba el modelo europeizante bajo el cual se organizó el proceso de construcción nacional. Resulta muy difícil realizar estimaciones demográficas sobre la magnitud de la población prehispánica, especialmente si consideramos que los cazadores requieren de territorios bastante extensos para reproducir a comunidades relativamente reducidas. Hace ya muchos años J. Steward (1949:661) propuso que dichos grupos superarían los 300.000 miembros, aunque un cálculo más realista, que incluya la alta capacidad productiva de los pueblos agricultores del noroeste, cuya sola población ascendería a 200.000 habitantes (G. Madrazo, 1991) puede hacer subir esta cifra hasta el medio millón de habitantes. Sí, tal vez no eran tantos, pero allí estaban.
Desde un comienzo, la estructura colonial del Río de la Plata se organizó como puerto de intercambio con los dominios del Alto Perú, controlando un hinterland en forma de arco que se extendía hacia las actuales fronteras con Chile y Bolivia. La importancia económica de este puerto creció; por lo que para 1776 se configuró ya como el Virreinato del Río de la Plata, habitado por una población próspera y dotada de una rica economía ganadera. Durante los casi tres siglos del mandato español, no fue necesario ampliar excesivamente el corredor que los comunicaba con el Alto Perú, dejando como “tierra de indios” las extensas regiones conocidas como Patagonia y el Gran Chaco, con cuya población cazadora de agricultura eventual, se mantenían relaciones tensa basadas en efímeros tratados, intentos misionales, ataques ocasionales y expediciones punitivas. La estrategia colonial española no requería de esas tierras, la economía basada en la extracción y en la acumulación no necesitaba de una expansión colonizadora.
El peso de la colonización recayó sobre los pueblos agricultores y pastores de camélidos del actual noroeste argentino (NO), culturas sedentarias influidas por la tradición civilizatoria andina y en especial por la expansión del imperio incaico. Sometidos a las instituciones coloniales, tales como la encomienda o trabajo forzado y a frecuentes traslados compulsivos, sus rebeliones no lograron asegurar su supervivencia. Así, los historiadores consideran que durante la época colonial fueron extinguidos la mayoría de los grupos locales, víctimas de la violencia, de las epidemias y de la dilución étnica derivada de las “recongregaciones”, que conjugaban a pueblos de diversa filiación lingüística y cultural, así como de las “desnaturalizaciones” que suponían traslados masivos a grandes distancias (S. Canals Frau, 1973). Se supone que, para la época de la revolución independentista de 1810, ya habían desaparecido los huarpes, los olongastas, los comechingones, los sanavirones, los diaguitas, los calchaquíes, los pulares y los tonocotés del NO. También los jesuitas lograron la desaparición étnica de los lule y los vilela del sur del Gran Chaco, y en el litoral mesopotámico se eclipsaron los mbeguá, los chaná, los mocoretáes, los mepenes y, ya a fines del S. XIX, los kaingang [1]. Pero si muchos se fueron otros llegaron, ya que durante los siglos XVII y XVIII, miles de araucanos de Chile ingresaron al territorio argentino huyendo de la guerra colonial y fueron “araucanizando” progresivamente los bosques y llanuras patagónicas anteriormente pobladas por montañeses (pehuenches), tehuelches y pampas.
Genocidio republicano: la conquista del “desierto”
En las últimas décadas del siglo XIX, el recién estructurado Estado centralista decidió asumir el desafío de conquistar y consolidar sus “fronteras interiores”. Estas fronteras internas, eufemísticamente llamadas “El Desierto”, estaban constituidas por las extensas áreas que desde la época colonial permanecían bajo el control de los grupos indígenas. Durante casi tres siglos los cazadores ecuestres de la Patagonia y del Gran Chaco habían conservado su independencia, a costa de un casi continuo estado de tensión bélica, ocasionalmente alterada por algún poco duradero tratado de paz. Durante esta época se puso de manifiesto la dificultad de someter y subordinar a sociedades sin clases y de jefaturas más bien laxas, puesto que no poseían grupos de poder susceptibles de ser destruidos o comprados, ni líderes máximos con quienes pactar alianzas perdurables. Los decenios que duraba la “guerra del malón”, tal como se llamaba a las incursiones bélicas indígenas contra los establecimientos criollos de las fronteras, habían exacerbado el antagonismo étnico, justificando ideológicamente la guerra de exterminio que la historia Argentina designa con el sugestivo nombre de “La Conquista del Desierto”.
Hacia 1875 el Presidente Nicolás Avellaneda, expresaba que: “...suprimir a los indios y ocupar las fronteras no implica en otros términos sino poblar el desierto...” (en Auza, 1980:62). Los indios estaban y no estaban allí, el desierto era desierto a pesar de la presencia humana, pero esta presencia no era blanca, ni siquiera mestiza y por lo tanto carente de humanidad reconocible. Poblar significaba, contradictoriamente, matar. Despoblar a la tierra de esos “otros” irreductibles e irreconocibles, para reemplazarlos por blancos afines a la imagen del “nosotros” que manejaba el Estado “nacional” emergente. Así, un conjunto de circunstancias, entre las que se destacaban la necesidad de ocupar efectivamente las fronteras nominales con los países limítrofes, las demandas de tierra por parte de los hacendados para incrementar la ya altamente significativa producción de carnes y granos destinados a la exportación, y la voluntad de acabar con la llamada “amenaza india”, que supuestamente impedía la configuración nacional en términos de un Estado moderno; fueron las razones que determinan la concreción de las sucesivas expediciones militares que lograron la “Conquista del Desierto”. A partir de 1876, el ejército armado por hacendados comenzó la guerra abierta contra las “pampas” y araucanos de la Pampa y Patagonia. No es este el lugar para tratar con detalle las características de esta guerra de exterminio, baste señalar que a la crueldad de toda guerra, se sumó el profundo desprecio étnico que el ejército “civilizador” sentía por los indígenas. El resultado era inevitable; los guerreros ecuestres fueron derrotados, sus aldeas incendiadas, las mujeres y los niños masacrados; se llegó incluso a recurrir a la guerra bacteriológica enviando prisioneros con enfermedades contagiosas a las aldeas que no se doblegaban (Bartolomé, 1969).
De este dramático proceso no estuvo ausente el interés de quienes más se beneficiaron con el incremento de la economía agroexportadora, que por medio de dicha campaña incorporó 30 millones de hectáreas a la producción, me refiero a los hacendados y a sus clientes británicos. No resulta casual que en su última recorrida de la Pampa en 1879, el General Roca iniciara la etapa final de la erradicación de la “amenaza india”, a bordo de un ferrocarril por cortesía de la Buenos Ayres Great Southern Railways Company Limited (Lewis, 1980:484). Atrás de las tropas iba la presencia modernizadora del ferrocarril, incrementando la capacidad del transporte y agilizando la economía exportadora (o succionadora) que continuaba la herencia colonial.
Casi simultáneamente con la invasión de la Patagonia, se iniciaron las expediciones militares hacia el norte, contra los grupos indígenas de la extensa región chaqueña. Esta área, habitada por pueblos cazadores que habían desarrollado un complejo ecuestre desde el siglo XVII, fue objeto de varios intentos colonizadores que incluyeron la instalación de misiones religiosas, pero ninguno de ellos tuvo mucho éxito. A partir de 1870 comenzaron las expediciones militares que intentaron el definitivo sometimiento de este otro, y aún más contradictorio “desierto”, dotado de una geografía de bosques, sabanas y caudalosos ríos. Hacia 1884 la expedición del General Victorica consiguió la consumación de la Conquista, si bien en fecha tan tardía como 1911 debió realizarse una nueva incursión para sofocar los últimos reductos de la resistencia india. Después de la derrota, los antiguos cazadores pasaron a desempeñar como peones rurales de los establecimientos madereros. Pero ante la inconformidad de los indígenas, expresada en continuas rebeliones,. el representante local del ejército firmó en 1914 un contrato con los ingenios azucareros del área occidental, comprometiendo la mano de obra indígena e institucionalizando el sistema de patronazgo (M. Bartolomé, 1972, 1976). A la ocupación militar siguió un lento proceso de colonización civil del vasto territorio “conquistado” (H. Trinchero, 2000).
Resulta prácticamente imposible valorar con exactitud el impacto demográfico que produjo la invasión militar, aunque el registro de enfrentamientos militares en el siglo XIX consigna las cifras de 10.656 nativos muertos en Pampa y Patagonia y 1.679 en el Chaco (C. Martínez Sarasola, 1992:570). Sin embargo, nadie registró a los muchos miles de muertos de hambre, de sed, de frío, extenuados en las huidas o víctimas de las enfermedades deliberadamente trasmitidas. El muy poco confiable censo de 1895 estimó que habrían sobrevivido unas 180.000 personas, aunque se tratan sólo de estimaciones.
Una vez consumada la conquista de ambos “desiertos” y arrinconados sus habitantes en reducciones fronterizas o transformados en obreros rurales, la empresa “civilizatoria” argentina dio un paso más hacia adelante; después de despoblar era necesario poblar. El Estado que había derrotado a los indígenas poseía, hacia 1880, menos de 2.500.000 habitantes para ocupar alrededor de 3.000.000 de km2 de territorio. Pero dicho poblamiento debía realizarse con blancos europeos, que coincidieran con la imagen de sí misma que tenía la elite gobernante. Para la década de 1880, clave en la configuración de la Argentina actual, ya Buenos Aires era una importante caja de resonancia para las nuevas ideas que provenían de la Europa liberal y positivista [2]. El darwinismo social y la casi teológica idea del progreso tenían su paradigma de referencia en la Europa blanca y hacia ese modelo se dirigió el esfuerzo poblacional. Así, se dictaron leyes de inmigración y entre 1871 y 1914 llegaron 5.573.100 inmigrantes, de los cuales 2.720.400 emigraron nuevamente, dejando un saldo de 2.852.400 nuevos argentinos (Maeder, 1980:565). Así, en un poco más de cuatro décadas, la inmigración dejó un saldo positivo (radicados) de alrededor de tres millones de personas, la mayor parte de las cuales provenían de Italia, seguida por españoles y tal vez por un 20 % de franceses, ingleses, eslavos y sirio-libaneses. Si a esta cifra sumamos el crecimiento vegetativo para 1914 la población total ascendió a 8.253.097 habitantes, lo que triplicaba con holgura la cifra de 1880. Se había cumplido el anhelado propósito de tener una nación blanca. Así, hacia principios del siglo XX a los argentinos les gustaba compararse con Australia, pujante colonia británica a la que Argentina había superado en producción y en crecimiento demográfico [3].
Los sobrevivientes actuales
La ideología racista derivada de la guerra de conquista se transmitió en buena medida a los inmigrantes europeos, configurando así un bloque histórico en el cual la presencia de los indígenas no sólo era despreciada sino también considerada un arcaísmo relictual y prescindible. Así, la situación indígena actual es desgraciadamente similar a la de la mayoría de los pueblos indios de América Latina. Los Mapuches sobrevivientes se han visto arrinconados en reducciones (reservas territoriales adjudicadas por el Estado), la mayor parte de las cuales están dotadas de malas tierras y ubicadas en los inhóspitos contrafuertes andinos o en la tundra patagónica donde el clima es extremadamente riguroso e imposibilita el desarrollo de una agricultura redituable. La cría de ovejas, una precaria agricultura y la recolección de los harináceos frutos de las araucarias, son recursos insuficientes que obligan a buen aparte de las poblaciones a migrar, temporaria o definitivamente, hacia centros urbanos donde exista demanda de mano de obra no especializada (M. Bartolomé,1967). En un diagnóstico pionero M. González y D. Núñez (1973) destacaron que las condiciones coloniales de dominio y subordinación de la población indígena no habían desaparecido, sino que incorporaron nuevas modalidades formales tales como el endeudamiento cíclico, el despojo de tierras, los intercambios asimétricos y la inducción al alcoholismo [4].
En las áreas andinas y subandinas del noroeste, los descendientes de quechuas y aymaras están atrapados en las redes de una agricultura minifundista de bajo rendimiento, que los obliga a la migración estacionaria a pesar de los fuertes lazos que aún los unen a la vida comunitaria. Desde el punto de vista étnico es ésta un área de definición bastante compleja, puesto que tanto los campesinos hablantes como los no hablantes de lenguas indígenas participan de similares estructuras comunitarias y de semejantes patrones culturales; en los que confluyen elementos andinos prehispánicos, remanentes coloniales y rasgos contemporáneos. Guillermo Madrazo (1991, 1994) ha destacado la persistencia de una identidad regional distintiva, basada en lógicas productivas, culturales y comunitarias que, a pesar del mestizaje histórico [5], tiende a asumirse como indígena en las últimas décadas. En ello influye la discriminación y los intercambios desiguales con la población que se considera “blanca”, lo que contribuye a mantener las fronteras étnicas entre grupos que se perciben y son percibidos como diferentes. Para los no-indios los considerados indígenas son globalmente designados como “coyas” (kollas), lo que en el contexto regional es un despectivo, pero que ha sido reivindicado en la actualidad como un etnónimo distintivo por los movimientos etnopolíticos protagonizados por los que se consideran descendientes del kollasuyo, de la sureña jurisdicción imperial incaica.
El mantenimiento de la armonía y el equilibrio entre el hombre y el medio natural, que Elmer Miller (1972:29) destacara como uno de los valores fundamentales de la cultura Toba, puede adjudicarse también a los demás grupos de antiguos cazadores del área chaqueña (wuichí, pilagas, chorotes, chulupies, etc.) Pero esa armonía ha sido destruida de una vez y para siempre: la desertización de extensas regiones, el desarrollo de la economía de plantación, la explotación maderera y la expansión de la ganadería, han alterado radicalmente los ecosistemas chaquenses al cual los cazadores estaban altamente adaptados. Más allá de cualquier discurso retórico y simplista sobre la relación de los pueblos indios con la naturaleza, resulta claro que la mayor parte de los emprendimientos productivos colonizadores en el área han fracasado o no han dado los resultados esperados, a pesar de que el medio había permitido la reproducción de las tradiciones basadas en la caza y la recolección durante milenios. A esta compulsión ecológica se han sumado las compulsiones económicas y políticas, determinando que la otrora cazadores y recolectores se vean obligados a incluirse dentro de los sistemas laborales regionales o intenten imitar los modelos económicos de la neopoblación local. En ambos casos, ya sea como trabajadores de los establecimientos monocultores o dedicados a la agricultura comercial o de subsistencia, los indígenas chaquenses fueron colocados en los peldaños más bajos de la estratificada y étnicamente diferenciada población que compone la sociedad regional (M. Bartolomé, 1972; I. Carrera, 1983; H. Trinchero, D. Piccinini y G. Gordillo,1992).
Etnocidio institucional: el Estado ante los indígenas
Después de la etapa puramente militar de la articulación entre los indígenas y la sociedad global, fue sólo hacia 1928 que se decidió crear una comisión especial en la Cámara de Diputados que se dedicaría a estudiar el “problema indígena”. Dicha comisión se limitó a proponer el reforzamiento de los tratados de paz preexistentes y a impulsar a que los indígenas fueran incorporados en forma más permanente al contingente de los semiproletarios rurales. Casi veinte años después, y como los sobrevivientes mantenían su obstinada voluntad de ser indios negándose a ser absorbidos por la “nacionalidad argentina”, se creó en 1947 la Dirección de Protección al Aborigen. Esta institución fue incapaz de alterar la estructura del sistema de despojo que padecían sus “protegidos” ya que, de acuerdo a la lógica de la época, se dedicó básicamente al clientelismo político. Hacia 1958 se fundó la División de Asuntos Indígenas; organización fuertemente influenciada por los postulados del ya pujante indigenismo mexicano en su faz integracionista, en concordancia con el proyecto desarrollista imperante.
Pero Argentina no se caracterizó en el siglo XX por su estabilidad política. Así es que, en 1961, una vez derrocado el gobierno desarrollista por un nuevo golpe militar, se disolvió la División de Asuntos Indígenas y se resucitó una Dirección de Protección al Aborigen. Considerando, de acuerdo a la perspectiva militar, que los indígenas no constituían un “problema nacional” sino regional, se descentralizó la dependencia federal constituyéndose diversos departamentos de Asuntos Indígenas en las provincias. El nuevo gobierno militar que ocupó el país en 1966, volvió a centralizar el Departamento de Asuntos Indígenas ya que, desde una nueva óptica militar, los indígenas sí constituían un “problema nacional”, puesto que muchos de los asentamientos se congregaban en áreas de fronteras y éstas eran significativas para la doctrina de “seguridad nacional” regida por la lógica de la “guerra fría”. Resulta obvio lo que se puede esperar del indigenismo prusiano.
En 1983 regresó la democracia y en 1985 se creó el Instituto Nacional de Asuntos Indígena (INAI), cuyas actividades fueron reglamentadas recién en 1989. Sus actividades de tipo asistencial y legal fueron obstaculizadas por la falta de presupuesto y por su énfasis propagandístico de las políticas gubernamentales sobre el sector indígena. En alguna medida se trató de la irrupción en la Argentina del “indigenismo de participación” generado en México como resultado del fracaso de sus propias prácticas integracionistas. Quizás un atisbo de cambio ideológico, lo representó la creación de una modalidad de enseñanza denominada “Comunidad Educativa Intercultural”, que recurre a la participación comunitaria y a la formación de maestros bilingües. También contribuyó a la presencia indígena en oportunidad de la Reforma Constitucional de 1994, uno de cuyos resultados fue el reconocimiento legal de la preexistencia de los grupos indígenas en el territorio del Estado, así como su capacidad para obtener personería jurídica, la propiedad comunitaria de la tierra y el derecho a mantener y desarrollar su diferencias lingüísticas y culturales. Sin embargo, no se trata de una institución con prioridad estatal, por lo que ante las crisis económicas su capacidad de acción se encuentra severamente limitada, aparte de ser cuestionada como una institución que reclutó de manera vertical y no representativa a su Consejo Asesor de Pueblos Indígenas en 1998 (L. Mombello, 2002).
Tanto el paternalismo, como el populismo, el desarrollismo, el militarismo o las vacilantes políticas democráticas se basaron en un mismo principio explícito o implícito: para ser argentinos de pleno derecho los indígenas debían renunciar a su condición étnica y asumir el modelo cultural que le ofrecían los propietarios del Estado. Estado que había sido su antagonista y que ahora les sugería la promesa de aceptarlos si abdicaban de la posibilidad de seguir siendo ellos mismos [6]. Es decir que se les ofrecía un tramposo derecho a la existencia, concedido a cambio de que asumieran esa inducción al suicidio cultural que hoy llamamos etnocidio y que está, cada vez más, tipificado como un delito en la más reciente legislación internacional.
Sin embargo, todas ellas fueron políticas estatales de poco alcance y débilmente institucionalizadas. Durante todo el siglo XX se había formalizado una invisibilización de los indígenas; no eran “el problema” de la Argentina, y su expulsión hacia las remotas fronteras de un enorme país, ideológica y físicamente centrado sobre la ciudad-puerto de Buenos Aires, los había alejado de la percepción social. Su presencia se asociaba a los migrantes rurales que acudieron atraídos por la industrialización en las décadas de 1920-1940, los llamados “cabecitas negras”, de acuerdo a la terminología racista que provenía de la configuración nacional blanca y europea. Pero raramente no se los consideraba “indios” sino, curiosamente, “negros”, como si Buenos Aires fuera un enclave colonial inglés en la India o en Africa. La mitología nacional de la Conquista del Desierto, repetida como discurso fundacional del país en las escuelas, proponía (y propone) indirectamente que todos los indios han muerto, ahora se vive en la patria del criollo cuyos antepasados son los gauchos. Por ello la población del “interior”, como se llama al conjunto del país que no es Buenos Aires, carece de “indianidad” pero no de “negritud”. Se trata de un extraño componente poblacional cuya nacionalidad es puesta muchas veces en entredicho, ya que su aspecto los asemeja más a bolivianos o paraguayos que a “auténticos argentinos”. Las asimétricas relaciones interétnicas urbanas han sido analizadas en las ciudades de La Plata y Rosario por recientes estudios de antropología (L. Tamango, 2000: H. Vázquez, 2000). Pero la discriminación objetiva existente, no excluye la eventual y cíclica eclosión de encendidos discursos nacionalistas, institucionales o contestatarios de acuerdo al momento político, que aluden a las “raíces indígenas” de una población de colonos que no se da muy por aludida.
Emergencia étnica y movimientos etnopolíticos
Hacia 1968 algunos indígenas residentes en Buenos Aires, provenientes de las áreas provinciales de expulsión laboral, fundaron el Centro Indígena de Buenos Aires (CIBA), primera organización indígena estructurada en términos etnopolíticos, es decir no relacionada con formas organizativas previas. Tal como sucediera originariamente con algunos de los líderes del American Indian Mouvement de USA, a este Centro confluyeron indígenas provenientes de distintos grupos, homogenizados ideológicamente por la agudización de la confrontación interétnica y como estrategia de respuesta colectiva a un medio social saturado de prejuicios étnicos y raciales. Dentro de este contexto resulta lógico que las primeras consignas de dicho Centro se orientaran hacia la reafirmación de sus identidades étnicas, proceso necesario previo a cualquier proyecto de futuro que estuviera basado en la especificidad social y cultural de sus miembros.
Hacia 1971 CIBA se transformó en la Comisión Coordinadora de Instituciones Indígenas de la República Argentina (CIIRA), la que pretendía nuclear a todos los indígenas residentes en Buenos Aires y proyectar su acción hacia el interior del ámbito nacional [7]. Casi simultáneamente con el CCIIRA, en 1970, había surgido en la provincia de Neuquén la Confederación Indígena Neuquina, que buscaba aglutinar a las 34 reservaciones mapuches del área. Esta Confederación nació signada por la ilegitimidad que le proporcionaba el hecho de haber sido organizada por terratenientes, militares y políticos locales, que la percibieron como una forma de captación del voto indígena, al mismo tiempo que como mecanismo de reaseguramiento del control de las zonas fronterizas. De todas maneras, en 1972 la CCIIRA organizó en unión con la Confederación, el Futa Traun (Parlamento Indio en lengua mapuche) al que se invitó a representantes de los otros grupos étnicos del país. Cabe señalar que algunos gobiernos provinciales no enviaron delegados aduciendo que no había indígenas en sus territorios, ya que allí “todos eran argentinos” o “cristianos y civilizados” (Colombres, 1975:186). Pese a la multiplicidad de obstáculos y de condicionamientos políticos el Congreso tuvo lugar y logró plantear algunas demandas concretas [8]. Independientemente de los intentos manipulatorios oficiales, estos encuentros comenzaron a generar una dinámica propia y un efecto de resonancia que se extendía con una rapidez inusitada. Fue así que en 1973 y con el apoyo del CCIIRA, se llevó a cabo en la provincia del Chaco el llamado Encuentro de Cabañaró, en el que participaron Tobas y Matacos sentando las bases para la edificación de la Federación Indígena del Chaco que incluía a Tobas, Matacos y Mocovíes (A. Colombres, 1975:193).
Esta emergente dinámica étnica no podía ser ignorada por el gobierno populista del momento, y los intentos de manipulación generaron conflictos que llevaron a la disolución de CCIIRA., la que se reestructuró en una nueva organización denominada Federación Indígena de Buenos Aires (Serbin, 1981). Al no aceptar la co-opción la Federación fue reprimida, al igual que la Federación Indígena de Tucumán que se había fundado en ese mismo años; los dirigentes fueron perseguidos y muchos encarcelados. Lo mismo ocurrió con la Federación del Chaco. Los miembros remanentes de la disueltas organizaciones constituyeron en 1975 la Asociación Indígena de la República Argentina (AIRA). Dicha organización se propuso evitar en sus filas colaboradores no-indígenas y excluir de su línea programática la definición política coyuntural. Los propósitos de la AIRA fueron entonces coincidentes con los del Movimiento Indio de toda América Latina y se podrían sintetizar en tres términos: tierra, cultura y reconocimiento político.
Progresivamente se desarrollaron numerosas organizaciones regionales cuya demanda básica, aparte del reconocimiento por parte del Estado, estaba dirigida hacia la restitución de las tierras de las que fueran despojados. Este objetivo dinamizó, no sólo las luchas políticas y legales regionales, sino que también supuso una reestructuración de los movimientos en búsqueda de ampliar su fuerza, incluyendo a la mayor cantidad posible de los miembros de un mismo grupo etnolingüístico. Se constituyeron así en grupos de presión, que progresivamente se institucionalizaron, logrando configurarse como organizaciones cuya existencia se proyecta mucho más allá de la obtención de los fines inicialmente propuestos. En esa empresa, muchos movimientos contaron con el apoyo del Equipo Nacional de la Pastoral Aborigen (ENDEPA) de la Iglesia Católica Argentina, otros con el auxilio de ONGs, sectores universitarios, movimientos políticos, partidos y eventualmente instituciones estatales. Un listado de organizaciones sería demasiado extenso, ya que se han multiplicado y, en ocasiones, cambiado de nombre [9]. El hecho a destacar que han cubierto prácticamente todo el territorio y hacen cada día más difícil, tanto para el Estado como para la sociedad civil, seguir asumiendo que ya no hay indígenas en la Argentina.
Procesos de etnogénesis
Cuando yo era estudiante de antropología, en la década de los sesentas, los profesores nos proporcionaban un panorama de la etnografía argentina en el cual se omitía a los grupos considerados extinguidos, o cuyo proceso de extinción estaba tan avanzado que se reducían a unos cuantos individuos “mestizados”, término con el que se excluía la posible vigencia de la tradición cultural de origen, que referiría entonces a un original estado de “pureza”. Nuestro deber, si tal cosa existía, radicaba en realizar una especie de “etnografía de rescate”, tratando de registrar todos los datos lingüísticos y culturales que nos pudieran proporcionar los últimos supervivientes de aquellas culturas condenadas a la desaparición [10]. Entiendo entonces la sorpresa que produjo en los últimos años la presencia y demandas étnicas de miembros de grupos que se consideraban desaparecidos o al borde de la extinción. De pronto los mitificados pero casi ignorados tehuelches; los huarpes del Cuyo dados por desaparecidos en el siglo XVII; los selk’nam de Tierra del Fuego, de cuya definitiva extinción nos había informado Anne Chapman a partir de la muerte de Angela Loij (1973), los etnohistóricos agricultores tonocotés del NO o los antiguos cazadores mocovíes del sur chaqueño, a quienes se consideraba sólo como un campesinado genérico, reclaman una presencia y una identidad étnica que desconcierta a los testigos de esta etnogénesis.
El concepto de etnogénesis ha sido tradicionalmente utilizado para dar cuenta del proceso histórico de la configuración de colectividades étnicas, como resultado de migraciones, invasiones, conquistas o fusiones. En otras oportunidades se ha recurrido a él para designar al surgimiento de nuevas comunidades que se designan a sí mismas en términos étnicos, para diferenciarse de otras sociedades o culturas que perciben como distintas a su autodefinición social. En algunos casos, estos procesos de estructuración étnica son resultados de migraciones interestatales cuya consecuencia es el desarrollo de una colectividad diferenciada en el seno de una sociedad mayoritaria, de la cual se distingue por razones lingüísticas, culturales o religiosas. Con frecuencia, dentro de la actual literatura europea, se ha recurrido al término para calificar el auge de los nacionalismos diferenciales dentro de estados multiétnicos. El tema no es nuevo para la reflexión antropológica (E. Barreto, 1994) pero existe un reciente e interesante ensayo de Antonio Pérez (2001) que intenta abordarlo de manera comparativa. Este autor acuña incluso una tipología inicial, en la que distingue, entre otras, a las etnias reconstruidas, es decir a aquellas que perdieran hace poco sus bases culturales identitarias pero que mantienen una continuidad territorial, parental o histórica, y a las etnias resucitadas, cuya relación con el pasado proviene en parte de la memoria y en parte de la literatura existente sobre el grupo. Aquí propongo utilizar el concepto de manera restringida, para designar los procesos de actualización identitaria de grupos étnicos que se consideraban cultural y lingüísticamente extinguidos y cuya emergencia contemporánea constituye un nuevo dato tanto para la reflexión antropológica como para las políticas públicas en contextos multiculturales [11].
Pero también me interesa diferenciar a la etnogénesis de los procesos de revitalización étnica de los grupos etnolingüísticos, históricamente estructurados como sociedades polisegmentarias, es decir carentes de una organización política abarcativa. Esto refiere a los actuales dinámicas etnopolíticas que proponen la construcción o reconstrucción de sujetos colectivos definidos en términos étnicos, protagonizadas por grupos etnolingüísticos que perdieron, o nunca tuvieron, la experiencia de una movilización conjunta en pos de objetivos compartidos. El análisis de las propuestas tendientes a lograr la constitución de los grupos etnolingüísticos en términos de sujetos colectivos, debe recordar que esos sujetos colectivos no son políticamente preexistentes. La lógica socio-organizativa tradicional de las sociedades chaquenses, basada en los procesos de fisión y de fusión de bandas de caza y recolección, no determinaba el desarrollo de identificaciones colectivas mucho mayores que las generadas por los grupos parentales extendidos en un ámbito territorial. Tampoco los mapuches, cuya tradición de sociedad de linajes asociados en clanes territoriales ha sido parcialmente sustituida por el desarrollo de colectividades residenciales, poseían una identificación colectiva más allá de las jefaturas y de los lazos lingüísticos y culturales compartidos. Es decir, que son sociedades segmentarias, las que tienden a no desarrollar sistemas políticos generalizados que incluyan a todos los miembros de un grupo. La misma ausencia de una noción definida de colectividad étnica, se puede aplicar a las familias extensas ampliadas (ty’y) que constituyen las unidades de producción, residencia y culto guaraníes, o a las comunidades aldeanas de los pastores y agricultores del NO. Y es que la mutua identificación de una serie de colectividades, aunque sean lingüística y culturalmente afines, es siempre el resultado de la presencia de una organización política unificadora. No existían entonces en el pasado las “naciones” tehuelche, toba, mapuche o guaraní, como lo entenderían las ópticas nacionalitarias decimonónicas, sino grupos etnolingüísticos internamente diferenciados en grupos étnicos organizacionales, en el sentido de F. Barth (1976), que podían no tener mayores relaciones entre sí. Es por ello que los rótulos étnicos generalizantes, tales como guaraníes, tehuelches, tobas o mapuches, son más adjudicaciones identitarias externas que etnónimos propios, aunque ahora se recurra a ellos para designarse como colectividades inclusivas y exclusivas Las culturas del presente luchan entonces por constituirse como colectividades, como sujetos colectivos, para poder articularse o confrontarse con un Estado en mejores condiciones políticas, ya que la magnitud numérica y las demandas compartidas incrementa sus posibilidades de éxito. Se trata de la creación de un nuevo sujeto histórico al que podríamos llamar Pueblos Indios [12], entendiéndolos como “naciones sin estado” (M. Bartolomé, 2002).
Retomando ahora la etnogénesis, vemos que algunos de los más desconcertados fueron los mismos antropólogos, varios de los cuales pretendieron recurrir a las literaturas de moda sobre la “invención de las tradiciones”, para descalificar las pretensiones étnicas de esos indios resurrectos. Igual sorpresa y desconfianza manifestaron ante la autodefinición étnica que de pronto exhibieron decenas de miles de kollas del noroeste, a los que se había pretendido caracterizar como un campesinado pintoresco que mantenía tradiciones andinas relictuales. Pero también resultaba impactante que millares de criadores de ovejas y peones rurales o urbanos de la Patagonia se reclamaran como mapuches y todavía hablaran de la “época de la invasión” para referirse a la “gesta patria” de la Conquista del Desierto [13]. Incluso se advirtió, creo que con desazón, que ni la religión impuesta por los anglicanos en el Chaco bastaba para que los toba, los pilagá, los guaraníes o los wichí dejaran de serlo. Todas las previsiones, basadas en el paradigma de la aculturación de mediados del siglo XX o del economicismo que inundó las ciencias sociales desde la década de los setenta, resultaron insuficientes para explicar esta inesperada primavera étnica en la que afloraban rostros indios considerados perdidos de acuerdo al precario registro etnográfico existente.
Nos encontramos ante procesos que podríamos considerar de reetnización, derivada de la experiencia de participación política adquirida en los años anteriores y mediada por la influencia de las organizaciones etnopolíticas, que contribuyeron a dignificar lo étnico y otorgarle un sentido positivo a la condición indígena . Se desarrollaron así procesos sociales de identificación que ahora expresan la emergencia de nuevas identidades, asumidas como fundamentales por sus actores, dentro de contextos históricos y contemporáneos en los cuales se mantienen fronteras entre grupos percibidos como diferentes. La persistencia de un “nosotros” diferenciado proviene también de la existencia de otro grupo que los considera como “otros”; la etnogénesis propone entonces un nuevo contenido y una designación étnica posible a la diferenciación históricamente constituida. En estos casos las identificaciones no se “inventan” sino que se actualizan, aunque esa actualización no recurra necesariamente a un ya inexistente modelo prehispánico. Se trata de recuperar un pasado propio, o asumido como propio, para reconstruir una membresía comunitaria que permita un más digno acceso al presente. Tampoco sería ajena a este revivalismo la reciente (1994) legislación que reconoce derechos específicos a los grupos étnicos, otorgándoles nueva alternativas y posibilidades a las identidades indias; pero sería en extremo reduccionista considerarla como la única causa de su surgimiento.
Veamos algunos de los casos de etnogénesis. Hacia 1880 el número de las selk’nam (onas) fue estimado por Martin Gusinde en alrededor de 4.000 individuos. Después de esa fecha comenzaron a ingresar a la zona “los cazadores de indios” contratados por hacendados criollos y británicos, quienes deseaban ver sus nuevas posesiones “limpias de indios”. Curiosamente, estos cazadores recibían su paga por la presentación de testículos o senos de onas asesinados en libras esterlinas. Algunos de los cazadores eran criollos, otros rumanos e incluso algunos fueron traídos de Estados Unidos y de Inglaterra; conozco su trabajo por los relatos de uno de ellos que me tocó tratar en sus años seniles. No quisiera profundizar en el recuerdo; banquetes ofrecidos a los indios que culminaban con descargas de fusilería, cacerías deportivas de hombres y mujeres en los bosques fueguinos, ballenas varadas envenenadas y a todo esto hay que agregar las plagas deliberadamente contagiadas [14]. Baste señalar el resultado: para 1918 se suponía que quedaban 279 Selk’nam y hacia 1973 (op. cit.) Anne Chapman documentó la muerte de la que consideraba la última Ona. Años antes, en 1925, un grupo de sobrevivientes había gestionado un tratado con el Estado, consiguiendo que en 1929 les fueron adjudicadas unas 45.000 Hás. de sus antiguas tierras. Pero como, gracias a los reportes de los investigadores, el estado los consideraba extinguidos, en 1990 declaró que esas tierras volvieran a propiedad estatal. No fue entonces el estado el único en sorprenderse cuando cientos de personas que se declaraban selk’nam interpusieron recursos jurídicos, logrando que les fueran legalmente restituidas 36.000 Hás. en el 2000. Incluso y gracias a la mediación de una diputada provincial que se asume como selk’nam, han generado el proyecto de declarar patrimonio histórico y cultural de su pueblo a la laguna Taps, lugar sagrado donde se llevaba a cabo la antigua ceremonia de iniciación kloketen, cuyo recuerdo parecía haber desaparecido [15]. Así, noviembre del 2001, se inauguró en Río Grande la Casa de la Comunidad Rafaela Ishton que agrupa a los actuales selk’nam.. Al parecer son unas 450 personas las que reivindican una filiación étnica que, aunque carece de un sustento lingüístico, se basa en la memoria histórica, en los antiguos derechos territoriales y en una desconocida membresía comunitaria.
El caso de la población huarpe que ocupaba (¿ocupa?) la región del Cuyo, uno de los límites sureños del imperio incaico (un suyo), es igualmente significativo. Este pueblo de agricultores sedentarios con notables influencias andinas se consideró extinguido en el siglo XVII, después de una rebelión que protagonizaran en 1684. Sin embargo, en los últimos años cientos de personas reclaman para sí una ascendencia étnica que remontan a los huarpes y que los llevó a participar activamente en la Asamblea Nacional Constituyente [16] de 1994 al igual que a los también “extintos” selk’nam. Se considera que en la provincia de Mendoza existen unas 200 personas de esa filiación, en su mayoría urbanos, por lo que las demandas de tierras no son para ellos relevantes, orientándose más hacia la revitalización cultural y lingüística, con acciones tales como la edición de vocabularios y cantos en la antigua lengua milcayac recuperada de los diccionarios. Pero también existen otras 11 comunidades que se reconocen como huarpes, que reivindican la posesión de tierras (Huanacache, Lavalle, Uspallata,etc.) Si bien comenzaron a reunirse en eventos folklóricos, tales como la Fiesta de la Pachamama auspiciada por la institución de turismo local, pronto han tratado de diferenciarse de la cultura neo-andina, tal como lo ha documentado L. Slavsky (1998). Dicha antropóloga registró en Mendoza la celebración de un ritual llamado Pekne Tao, Madre Tierra en lengua milcayac, consistente en la realización de ofrendas a la tierra, cuyos mismos protagonistas destacaban que no se trataba de rescatar una tradición antigua que habían perdido, sino una nueva ritualidad que, en palabras de la oficiante, trataba de fomentar la relación entre los huarpes “como fragmentos de una vasija rota que debía reconstituirse”. Representantes de otros pueblos indios participaron en la ceremonia, ofrendando a la tierra de acuerdo a sus propias tradiciones, mientras los huarpes cantaban en castellano y milcayac invocando a la ancestral deidad Hunuc Huar, Señor de los Cerros. Este tipo de ceremonia de reconstitución comunitaria, que recuerda a los Pow Wow de los nativos norteamericanos, propone precisamente la construcción de una colectividad no residencial sino ideológica, que fomente la solidaridad entre sus miembros. También en San Juan y San Luis, las otras provincias cuyanas, se ha manifestado la presencia de los llamados “neohuarpes”, a pesar que los sectores dominantes negaban toda presencia indígena regional, desde hace al menos 150 años, enfatizando la homogeneidad estatal (D. Escolar, 1997). Y de hecho han logrado su reconocimiento como grupo étnico, ya que poseen una personería jurídica nacional otorgada en 1996 y un legislación local específica de 1994 por la provincia de San Juan. Por otra parte la Universidad de Cuyo también ha aceptado esta nueva presencia, ofreciendo 10 becas de estudios a aquellos que se identifiquen como huarpes. Esta inesperada etnogénesis ha provocado alguna polémica. Un antropólogo de la Universidad de San Juan, analizó distintas propuestas teóricas referidas a la identidad étnica, y arribó a la conclusión de que estos huarpes no cumplen con los requisitos para serlo, ya que no se ajustan a las conceptualizaciones preexistentes (A. García, 2002). Incluso el tema ha sido debatido en un importante encuentro de instituciones científicas de la Patagonia reunido en Puerto Madryn en el 2001. Las opiniones de los “expertos” han incidido para que la legislatura de una de las provincias cuyanas detenga una ley que restituía el territorio de Huaco a los huarpes y que ahora proponen sea privatizado (C. Briones, 2001). A pesar de este debate teórico y de sus posibles consecuencias, todavía no se han realizado investigaciones etnográficas que den cuenta de la construcción histórica de la autoadscripción étnica huarpe, ni identifique los datos referenciales en que ésta se basa dentro de la propuesta argumental de sus protagonistas.
El tema de la etnogénesis, entendido como reconstrucción identitaria, es sumamente complejo y no se presta a una interpretación unívoca. Creo, en este sentido, que debemos alejamos un poco de las tradicionales explicaciones basadas en las perspectivas de las “comunidades imaginadas” de B. Anderson (1993), o de la “invención de la tradición” acuñada por E. Hobsbawn (1987) formulaciones que en realidad fueron propuestas para analizar procesos nacionalitarios estatales y cuya aplicación al caso de las culturas indígenas puede ser dudosa o insuficiente, ya que carecen de los sistemas comunicativos y de homogeneización ideológica estatales. Nos encontramos entonces ante un campo de fenómenos sociales de extraordinaria riqueza para la reflexión antropológica.. En primer lugar podríamos destacar que se puede tratar de casos de desconocimiento de realidades preexistentes, tanto por parte tanto de los científicos sociales como de las instituciones estatales y de la sociedad civil. ¿Pero, cómo es posible que haya permanecido invisible por décadas y hasta centurias la presencia de colectividades etnoculturales diferenciadas de las ya conocidas o de la dominante? Si éste es el caso, cabe apuntar dos respuestas posibles. Por un lado la ceguera ontológica adjudicable tanto a la antropología como a la sociedad nacional, que no supieron o no quisieron reconocer esas presencias. Por el otro lado se puede proponer el desarrollo de una “identidad clandestina”.por parte de colectividades sociales, cuya estigmatización étnica las indujo al desarrollo de una “cultura de resistencia” (M. Bartolomé, 1997), que posibilitara su reproducción histórica y social al margen de la sociedad envolvente. En un país que se presume blanco y donde las mentalidades racistas todavía se mantienen, ser indio es una ofensa, pero no ser suficientemente indio también puede ser una inadecuada forma del ser. Una antropología que al comienzo buscaba el exotismo, después el folklorismo nacionalista (los “orígenes nacionales”) y finalmente la exclusión de lo indígena de su práctica profesional, no estaba preparada para reconocer existencias étnicas que no se ajustaran a sus filtros ideológicos, a los que consideraba basados en principios académicos.
Ahora bien, si se trata de inéditos procesos de etnogénesis, los interrogantes son mucho mayores y quedan abiertos a las tareas de futuras investigaciones, que partan de la convivencia y de una interlocución equilibrada y despojada de apriorismos. Al respecto hay que señalar que la lengua no constituye el único indicador diacrítico de la identidad étnica [17], ya que ésta puede recurrir a una vasto conjunto de referentes históricos o culturales para afirmarse como tal y definir la membresía de sus protagonistas. Esto no quiere decir que existen rasgos culturales esenciales que dan sustancia a la identidad, sino todo lo contrario, ya que esos elementos están sometidos a la historicidad que les es propia. Se puede ser mapuche e ingeniero atómico o toba y arquitecto. Sin embargo la etnogénesis sorprende a aquellos que ven a obreros, artesanos, profesionales o empleados públicos manifestándose a sí mismos en términos étnicos y recurriendo, en oportunidades, a indicadores visibles de la filiación, tales como plumas o ropajes, que inducen a considerarlos en términos performativos de acuerdo a la terminología de moda [18]. En los procesos de afirmación étnica, y en especial en los encuentros interétnicos, es frecuente que se recurra a emblemas identitarios, es decir a rasgos materiales o ideológicos, propios o apropiados, que argumenten de manera explícita la identidad de sus poseedores: de esta manera las ropas o las artesanías (ponchos, fajas, sombreros, etc.) son resignificadas y pasan a detentar un valor emblemático que estaba ausente en su uso cotidiano. Este aspecto externo, esta exposición pública de la identidad, suele confundir a los observadores que lo ven sólo como un interesado exhibicionismo étnico. Y de esta percepción no está ausente la perspectiva instrumentalista de la identidad que, desde la obra de Glazer y Moyniham (1975), ha tenido la dudosa fortuna de reclutar una gran cantidad de adeptos. Aquellos que perciben a la etnicidad, a la afirmación contestataria de la identidad, sólo como un medio para obtener fines, deben recordar que toda acción humana es motivada por algún tipo de interés específico. Pero el interés no implica la obligatoriedad de motivaciones espurias. Se pueden movilizar recursos lingüísticos o culturales para alcanzar determinados propósitos, pero esto quiere decir que los recursos existen y no que se están inventando en ese momento. La manipulación de la identidad étnica no incluye necesariamente la mentira o la falsificación de la misma, aunque es indudable que es un recurso para la acción. Así, el hecho de que la etnogénesis pueda servir en determinada coyuntura para obtener algún recurso crucial, tal como la tierra, no supone que la colectividad étnica se haya configurado exclusivamente para ese fin, o no habría demandas sobre el reconocimiento de los lugares sagrados, sobre revitalización lingüística o la edificación de Casas de Cultura huarpe o selk’nam [19].
El caso es que a pesar de todos los esfuerzos estatales no se logró la construcción de una Argentina blanca y culturalmente homogénea. Los procesos actuales, más allá de sus fluctuaciones coyunturales, inauguran la posibilidad de un país culturalmente plural, que no necesite mitificar los aspectos étnicos de su pasado y de su presente, sino que los acepte tal como son. Pero esa aceptación no puede ser solamente retórica, sino que debe plasmarse en un nuevo tipo de colectividad estatal, en la que los Pueblos Indios tengan derecho a la reproducción cultural y a la autonomía política. La actual emergencia indígena propone entonces la configuración de un Estado objetivamente multiétnico..Y es de desear que evite que en la Argentina se vuelvan a escribir líneas como las siguientes, extraídas de un informe (Sola y Guzmán, 1977), escrito durante la sangrienta dictadura militar de 1976-1983, destinado a atraer colonos sudafricanos al Chaco y que con toda vergüenza reproduzco:
«... Para aquellas poblaciones con raíces europeas que han colonizado países en el continente africano y que hoy encuentran comprometida la continuidad de su residencia por las presiones de grupos étnicos distintos, el Chaco Occidental ofrece un lugar, en una nación de idéntico origen europeo, sin problemas raciales ni minorías indígenas, en condiciones que difícilmente puedan repetirse en cualquier otra parte del mundo...».
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martes, 15 de septiembre de 2009

Etologia

El comportamiento de apego se define como toda conducta por la cual un individuo mantiene o busca proximidad con otra persona considerada como más fuerte. Se caracteriza también por la tendencia a utilizar al cuidador principal como una base segura, desde la cual explorar los entornos desconocidos, y hacia la cual retornar como refugio en momentos de alarma.
La amenaza de pérdida despierta ansiedad, y la pérdida ocasiona pena, tristeza, rabia e ira. El mantenimiento de estos vínculos de apego es considerado como una fuente de seguridad que permite tolerar esos sentimientos. El apego es claramente observable en la preocupación intensa que los niños pequeños muestran, con respecto a la localización exacta de las figuras parentales, cuando se encuentran en entornos poco familiares.
Origen, historia y desarrollo del concepto
Según John Bowlby, gran exponente y fundador de la teoría del apego, existe una necesidad humana universal para formar vínculos afectivos estrechos.
Bowlby se interesó en el tema a partir de la observación de las diferentes perturbaciones emocionales en niños separados de sus familias. Sus investigaciones lo llevaron a sostener que la necesidad de entablar vínculos estables con los cuidadores o personas significativas es una necesidad primaria en la especie humana. Tomó aportes de diversas disciplinas. Su contacto con los trabajos de Lorenz sobre la conducta instintiva de patos y gansos en 1951, fue clave. A partir de las observaciones de primates no humanos, se evidencia que el comportamiento de apego se da en las crías de casi todas las especies de mamíferos. La regla general es el mantenimiento de la proximidad por parte de un animal inmaduro a un adulto preferido, casi siempre la madre. Tal comportamiento, según los etólogos, tiene gran valor para la supervivencia, ya que brinda protección contra los depredadores. Para Bowlby, es concebido como una clase particular de comportamiento, distinto del nutricio y del sexual. Centrado en estos estudios, entre 1969 y 1980 desarrolló la teoría de apego y pérdida.
El punto central de la teoría está dado en la postulación de una relación causal entre las experiencias de un individuo con las figuras significativas (los padres generalmente), y su posterior capacidad para establecer vínculos afectivos. Nociones como ansiedad de separación y disposición básica del ser humano ante la amenaza de pérdida, tienen especial relevancia.
Sus observaciones de situaciones de separación prolongada, le permitieron clasificar la reacción de los niños en sucesivas etapas: 1) etapa inicial de protesta, caracterizada por una preocupación marcada acerca de la ubicación de la figura de apego, que se expresaba en llamadas esperanzadas y llanto. 2) Al cabo de unos días, los niños que continuaban separados atravesaban una fase de desesperación; aparentemente todavía preocupados por el progenitor perdido; mostraban llanto débil y paulatinamente más desesperanza. 3) Etapa de desapego: con el transcurrir del tiempo los niños se volvían apáticos y retiraban todo interés aparente por el entorno. Comenzaban, igualmente, a fijarse en el entorno inmediato, incluyendo las enfermeras y los otros niños. Los niños que llegaban a este estado, ignoraban y evitaban activamente la figura de apego primaria al llegar el momento de un eventual reencuentro, y algunos parecían no poder recordarla.
La teoría incluye conceptos del psicoanálisis, tales como el de medio ambiente facilitador de Winnicott. También incorporó conceptos de la psicología cognitiva; en el sentido que el individuo desarrolla dentro de sí modelos prácticos que representan rasgos del mundo y de sí. Buscaba así diferenciarse de conceptos como "objeto interiorizado", al que consideraba ambiguo. Sostenía que la modalidad de apego influye tanto en la forma de vincularse, como en los tipos de pensamientos, sentimientos y recuerdos.
En el desarrollo de la personalidad se consideran dos tipos de influencias: el primero se relaciona con la presencia o ausencia de una figura confiable quien proporciona la base segura al niño; y el segundo se refiere a la capacidad del individuo de reconocer cuando otra persona es digna de confianza (factores internos). Un buen apego incluye dos aspectos: base segura y exploración. La principal variable se concentra sobre la capacidad de los padres para proporcionar al niño una base segura, y la de animarlo a explorar a partir de ellos.
El ser humano no nace con la capacidad de regular sus reacciones emocionales. Necesita de un sistema regulador diádico, en el que las señales del niño sobre sus estados sean entendidas y respondidas por sus figuras significativas, lo que le permitirá alcanzar así la regulación de esos estados. Sus experiencias pasadas con la madre, por ejemplo, son incorporadas en sus modelos representacionales, a los cuales Bowlby (1973) denominó Modelos de Funcionamiento Interno (internal working models).
En esta teoría, un concepto clave es el de sistema conductual, el cual supone una organización homeostática para asegurar que una determinada medida se mantenga dentro de límites adecuados. Es decir, la conducta de apego se organiza por medio de un sistema de control, análogo a los sistemas de control fisiológico que mantienen dentro de ciertos limites las medidas fisiológicas (como la presión sanguínea). Así, el sistema de control del apego mantiene el equilibrio entre cercanía-distancia respecto de la figura de apego.
El sistema de apego, cuyo objetivo es la experiencia de seguridad, es un regulador de la experiencia emocional. Para Bowlby, la presencia de un sistema de control del apego y su conexión con los modelos operantes del sí mismo, modelos de funcionamiento interno, y de las figuras de apego, constituyen características centrales del funcionamiento de la personalidad.
La salud estará relacionada con la capacidad del individuo de reconocer figuras adecuadas para darle una base segura, y su capacidad para colaborar en el establecimiento de una relación mutuamente gratificante.
Los trabajos de Mary Ainsworth (1978) tuvieron un papel central en el desarrollo de la investigación del apego. Sus observaciones e investigaciones sobre la interacción entre la madre y el infante en los hogares de Kampala, Uganda, y de Baltimore, Maryland, le permitieron diseñar el procedimiento de laboratorio conocido como la situación extraña, donde se observaban las respuestas del infante frente a separaciones muy breves de uno de los padres, y sus posteriores reuniones. Identificó así tres patrones organizados de respuestas infantiles: seguro, ansioso/evitativo, y ansioso/resistente (ambivalente), los cuales se relacionan con diferentes tipos de apego.
El apego seguro se caracteriza porque aparece ansiedad frente a la separación, y reaseguramiento al volver a encontrarse con la madre. Supone un modelo de funcionamiento interno de confianza en el cuidador. El apego ansioso/evitativo muestra poca ansiedad durante la separación y un claro desinterés en el posterior reencuentro con la madre; se relaciona con una desconfianza en la disponibilidad del cuidador. En la categoría ansioso/resistente, el niño muestra ansiedad de separación, pero no se tranquiliza al reunirse con la madre. Son niños que muestran limitada exploración y juego, tienden a ser altamente perturbados por la separación, y tienen dificultad en reponerse después. La presencia de la madre y sus intentos de calmarlo fracasan en reasegurarlo, y la ansiedad del infante y la rabia parecen impedir que obtengan alivio con la proximidad de la madre.
Se encontró que la organización segura guardaba relación con la sensibilidad de la madre a las señales del infante, mientras que las dos formas de organización de apego inseguro/indiferente-evitativo y el abiertamente ansioso ambivalente/resistente estaban relacionadas, respectivamente, con rechazo materno y falta de predictibilidad de la madre.
Para Bowlby, los patrones de apego se mantienen a lo largo del tiempo, es decir que los "modelos de funcionamiento interno" del self y de los otros proveen prototipos para todas las relaciones ulteriores, siendo relativamente estables a lo largo del ciclo vital.
Los trabajos de Mary Main (1985) se ocuparon posteriormente en correlacionar la conducta del niño en la Situación Extraña con el discurso de los padres. Desarrolló mediciones y construcciones teóricas, basándose en las narrativas de padres y madres sobre sus experiencias relacionales. Main describió tres tipos de apego del adulto: seguro/autónomo, inseguro/desentendido (despreocupado) e inseguro/preocupado. La clasificación del apego se basó en la cualidad de los relatos parentales, dando más importancia a los patrones de pensamiento, recuerdos y relatos acerca de relaciones pasadas, que a sus contenidos específicos. Mientras que las personas clasificadas como seguras integran coherentemente sus recuerdos en una narración con sentido, las personas inseguras presentan dificultades en integrar las memorias de las experiencias con el significado de las mismas; y los desentendidos tienden a negar recuerdos, idealizando o minimizándolos.
Poniendo el énfasis en el concepto de Bowlby de "modelos internos de funcionamiento" de las figuras de apego, Main estableció que la adquisición de la capacidad de mentalizar es parte de un proceso intersubjetivo entre el infante y sus figuras significativas. Éstos pueden facilitar la creación de modelos mentalizantes. Un cuidador reflexivo incrementa la probabilidad del apego seguro del niño, el cual, a su vez, facilita el desarrollo de la capacidad de mentalizar. Es decir, considera que la armonía en la relación madre-niño contribuye a la emergencia del pensamiento simbólico.
En la Entrevista de Apego del Adulto (AAI), elaborada por Main, se busca, sobre todo, clasificar el estado mental del sujeto en cuanto a sus vínculos. Los resultados han mostrado que la calidad de la descripción narrativa de una madre sobre sus propias experiencias de apego temprano está fuertemente asociada con la clasificación de apego de su hijo.
Esto dio pie a numerosas investigaciones. Entre ellas, las de Peter Fonagy, quien ha centrado sus investigaciones y desarrollos en la relación entre apego seguro y capacidad de mentalización o función reflexiva. Fonagy describe la mentalización como la capacidad para la representación mental del funcionamiento psicológico del self y del otro, en términos de estados mentales. Diversas investigaciones empíricas han correlacionado un apego seguro con la función reflexiva, o sea, que es necesaria la presencia de una figura parental que pueda pensar sobre la experiencia mental del niño.
Para Fonagy (1998), la función reflexiva es un logro intrapsíquico e interpersonal, la cual surge en el contexto de una relación de apego seguro. El reconocimiento materno de los deseos del niño, de sus sentimientos e intenciones, le permitirá luego a éste dar sentido a los propios sentimientos y conductas, así como a las de los otros. Es de esta forma que se logra regular la propia experiencia afectiva y se llega a conocer lo que ocurre en la mente de los otros. La capacidad de una madre para la función reflexiva guarda relación con su capacidad para regular, modular y simbolizar la experiencia afectiva, lo cual le permitirá a su vez contener y vincularse con la expresión afectiva de su hijo. Los fallos maternos en delimitar y contener la experiencia afectiva del niño acarrean en éste fallas de regulación e integración, que tienen consecuencias en la formación de su self.
El apego seguro incrementa el desarrollo de la seguridad interna, de la autovalía y de la autonomía.
Teoría del apego y psicoanálisis
La intención de Bowlby fue desarrollar una variante de la teoría de las relaciones objetales. En su momento, tanto los discípulos de Melanie Klein como los de Anna Freud lo criticaron pues consideraban su teoría como no dinámica y reduccionista por privilegiar los aspectos evolutivos a los simbólicos.
Tanto el psicoanálisis como la teoría del apego sostienen que la sensibilidad materna desempeña un papel decisivo en el desarrollo de la psique. Algunas de las diferencias fueron señaladas por el mismo Bowlby. Entre éstas, la importancia que él le da al entorno familiar-extraño. La teoría del apego subraya el papel del ambiente en el origen de enfermedades mentales. Encontramos como pieza fundamental el papel desempañado por los progenitores o cuidadores. Estos planteos coinciden con las teorizaciones de varios autores como Winnicott y Bion acerca de la función materna. Encontramos similitudes con otros conceptos como madre suficientemente buena (Winnicott), dependencia madura (Fairbain), introyección de objeto bueno (Klein), confianza básica (Erikson).
R. Spitz (1965) realizó grandes aportes acerca de las consecuencias de la deprivación materna (depresión anaclítica y marasmo), en sus estudios sobre el primer año de vida, basados en la observación directa de infantes.
También cobran interés en esta línea los conceptos de instinto de aferramiento y de unidad dual, elaborados ya en los años cuarenta por Imre Hermann, discípulo de Ferenczi, los cuales hacen referencia a la relación madre-hijo y a su papel en la estructuración psíquica, en los primeros tiempos de la vida.
Para Bowlby, la tendencia a vincularse a otro es primaria, y no una pulsión secundaria, constituida a partir de la satisfacción de las necesidades orales. Las teorías más tradicionales sostienen que un niño entabla una relación estrecha con su madre porque ésta lo alimenta. También busca diferenciarse, al sustituir los conceptos de dependencia por los de apego, confianza y autoconfianza, ya que considera que el término "dependencia" tiene connotación negativa, y está más ligado al objeto.
Quizás las mayores diferencias con los enfoques más tradicionales del psicoanálisis estribe en que Bowlby no tomó los conceptos de etapas psicosexuales y de fijación, utilizando conceptos tales como sistema de control y vía evolutiva, términos éstos más comunes en las ciencias biológicas. Y además se apoyó en los conceptos de la teoría de la mente (de la psicología cognitiva) con el propósito de aportar precisión a los procesos internos descriptos por el psicoanálisis.
La teoría del apego ha seguido una tradición próxima a la psicología experimental, lo que ha llevado quizás a marcar cierta diferencia en la construcción de las conceptualizaciones. Ya que no es hecho a partir de la reconstrucción retrospectiva con un paciente, sino a través de la observación directa de niños en determinadas situaciones. Esto quizás ha contribuido en la impresión de que los teóricos del apego consideran las categorías de apego sin tener en cuenta los procesos psíquicos que subyacen a dichos comportamientos. Por partir de la observación de la conducta, algunos teóricos lo han emparentado con el conductismo. Bowlby considera que la inclusión de modelos de representación del sí mismo y de las figuras de apego, los cuales implican modelos de funcionamiento interno, semejantes a los postulados por la teoría psicoanalítica, diferencia claramente esta teoría del conductismo.
Stern (1990), en sus investigaciones y desarrollos en primera infancia, ha tomado los aportes de la teoría del apego poniendo énfasis principalmente en que el apego constituye también un modo de ver la experiencia subjetiva del infante en relación con un modelo de vínculo con la madre, acentuando en sus conceptualizaciones el sentido subjetivo del sí mismo como principio organizador del desarrollo.
La clínica desde la teoría del apego
La clínica desde esta teoría apunta a que el paciente revise sus experiencias de apego, buscando en primer lugar detectar el patrón típico de apego del paciente, cómo se relaciona en general y con el terapeuta. Se examinan también los sucesos importantes de su vida, sobre todo las separaciones y los encuentros, los duelos.
Bowlby clasifica las funciones del analista de la siguiente manera:
- Proporcionar una base segura a partir de la cual el paciente pueda explorarse a sí mismo y sus relaciones. Es decir, establecer un vínculo confiable.
- Realizar con el paciente las exploraciones sobre sus relaciones interpersonales.
- Señalar la manera en que éste tiende a "construir" sus sentimientos, sus expectativas en los vínculos, predicciones y consecuencias de las mismas.
- Relacionar sus modos de vincularse, incluso con el terapeuta, con experiencia de la vida real que tuvo con figuras de apego, y así arrojar comprensión sobre sus relaciones actuales.
- En la práctica, todas estas funciones se realizan simultáneamente.
El vínculo terapeuta-paciente, como confiable, tiene un papel central en el proceso terapéutico. Bowlby considera que la actitud empática del terapeuta puede producir modificaciones en los Modelos de Funcionamiento Interno. El objetivo central es ayudar a revisar al paciente los modelos representacionales de sí mismo y de sus figuras de apego, los cuales rigen actualmente sus percepciones, predicciones y actos.
Esto es concordante con gran parte de los objetivos terapéuticos psicoanalíticos. Se puede decir que, en cierta forma, analizar los patrones de apego va ligado a un análisis de la transferencia, ya que los modelos de apego se reflejarán en ésta.
El análisis minucioso sobre los primeros años de vida aportado por los teóricos del apego ha sido de gran valor a los clínicos, tanto en el trabajo con niños como con adultos. En las últimas décadas, diversos autores se han dedicado a reflejar los puntos en común y de enriquecimiento entre los conceptos psicoanalíticos básicos y la teoría del apego.

BIBLIOGRAFIA
Abraham, Nicolas y Torok, Maria (1978), La corteza y el núcleo, capítulo: 'Introducción del instinto filial (Abraham, 1972), Buenos Aires, Amorrortu, 2005.
Ainsworth, M.D.S. (1974), "The Development of Infant-Mother attachment", Reviews of Child Development, Chicago , University of Chicago Press.
Ainsworth, M.D.S.,; Blehar, M.; Wlaters, E.G. y Wall S.G (1978), Patterns of
Attachment", LEA Publishers, Nueva Jersey.
Bowlby, J. (1969), Attachment and Loss, Vol. 1: Attachment, Londres, Hogarth Press and the Institute of Psycho-Analysis.
— (1973), La separación afectiva, Buenos Aires, Paidós, 1976.
— (1979),Vínculos afectivos: formación, desarrollo y pérdida, Madrid, Ediciones Morata, 1986.
— (1980), Attachment and Loss, Vol. 3: Loss: Sadness and Depression, Londres, Hogarth Press and Institute of Psycho-Analysis.
— (1988), Una base segura. Aplicaciones clínicas de una teoría del apego, Buenos Aires, Paidós, 1989.
Fonagy, P.; Target, M.; Steele, H. y Steele, M. (1998), Reflective-Functioning Manual, version 5.0, for Application to Adult Attachment Interviews, Londres, University College London.
Fonagy, P., "Persistencias transgeneracionales del apego: una nueva teoría", Revista de Psicoanálisis. Aperturas Psicoanalíticas, nº 3, 1999.
Fonagy, P.; Gergely, G.; Jurist, E. y Target, M. (2002): Affect Regulation, Mentalization: Developmental, Clinical and Theoretical Perspectives, Nueva York, Other Press.
Fonagy, P. (2001), Teoría del apego y psicoanálisis, Barcelona. Editorial SPAXS, 2004.
Main, Mary, "Las categorías organizadas del apego en el infante, en el niño, y en el adulto: Atención flexible versus inflexible bajo estrés relacionado con el apego", Revista de Psicoanálisis. Aperturas Psicoanalíticas, nº 8, 2001.
Slade, Arrieta, "Representación, simbolización y regulación afectiva en el tratamiento concomitante de una madre y su niño: teoría del apego y psicoterapia infantil", Revista de Psicoanálisis. Aperturas Psicoanalíticas, nº 5, 2000.
Spitz, René (1965), The first year of life, Nueva York, International Univesities Press.
Stern, Daniel (1985), El mundo interpersonal del infante, Buenos Aires, Paidós, 1991.

domingo, 13 de septiembre de 2009

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Del interculturalismo funcional al interculturalismo crítico

1
Del interculturalismo funcional al interculturalismo crítico
Fidel Tubino
Introducción.-
La crisis de las ideologías han dejado un gran vacío en el mundo actual. Hasta hace
unas décadas la gente encontraba en las grandes ideologías políticas una fuente de
identificación que le proporcionaba sentido a sus proyectos personales de vida y un
motivo fuerte de identificación colectiva. Algo semejante está aconteciendo con los
nacionalismos modernos como espacios de identificación social y de construcción de
identidades. Los nacionalismos modernos le proporcionan a los Estados nacionales la
cohesión cultural que requieren para funcionar en lo económico y en lo político como
sujetos colectivos autónomos con un proyecto común. Sin embargo, el problema
estructural de los nacionalismos modernos es que construyen identidades colectivas
que eclipsan la diversidad cultural y la homogeneizan a partir de la lengua y la cultura
de la élite hegemónica. A pesar de esto, mal que bien, las identidades nacionales
funcionaron en muchos casos en América Latina como un muro defensivo frente al
americanismo y su expansión por intermedio de la “cultura global “. Pero al
transnacionalizarse la economía y debilitarse en lo político los Estados nacionales, las
identidades nacionales empezado a dejar de ser funcionales y por lo mismo, a ser
percibidas como innecesarias y superfluas. Empezaron por ello a surgir los discursos
sobre el cosmopolitismo y su necesidad en un mundo globalizado. Pero por otro lado
se está produciendo un retorno a lo étnico como espacio de resistencia cultural y
como lugar de construcción de nuevas identidades políticas.
Esta es – en términos culturales - la gran paradoja de la globalización actual: por un
lado fomenta el cosmopolitismo identitario, y por otro lado genera el resurgimiento de
los localismos, y con ellos el retorno de lo étnico en la política. Este retorno tiene un
aspecto positivo y un aspecto. El aspecto positivo es que han puesto en evidencia la
dominación cultural y política de los grupos subalternizados de la sociedad sobre la
que se habían estructurado los Estados y las identidades nacionales. Hoy más que
nunca se hace necesario romper con el modelo decimonónico de Estado-nación y de
ciudadanía homogénea y empezar la construcción de auténticos Estados
multiculturales y de ciudadanías interculturales. El aspecto negativo es que los
movimientos etno-políticos , por ser movimientos reactivos, fácilmente se polarizan , y
con ello, son fuente de violencias interculturales sin precedentes. El caso de la ex -
Yugoslavia es en este sentido sumamente aleccionador.
En América Latina, la protesta social organizada contra la secular postergación de los
pueblos originarios está polarizándose cada vez más frente a una sociedad
secularmente ciega y sorda a sus legítimas demandas. La lucha de los pueblos
indígenas por el reconocimiento de sus derechos se encuentra actualmente en un
momento crucial. Si los movimientos indígenas persisten en encapsularse en sus
demandas propias y no desarrollan una visión de país que proponga soluciones que
engloben a los otros actores sociales de la sociedad, sus posibilidades de liderazgo
2
continuarán siendo socavadas por ellos mismos. Los movimientos indígenas
latinoamericanos, para convertirse en actores políticos inclusivos de la diversidad,
tienen que empezar a incluir en sus agendas de lucha las legítimas demandas de los
otros actores de la sociedad y plantear nuevos modelos de Estado, de participación
polìtica y de convivencia de la pluralidad. Podrán los movimientos indígenas dejar de
ser excluyentes y convertirse en los actores políticos de la interculturalidad?
La esencia de las democracias multiculturales es la deliberación intercultural en la vida
pública. Pero en las democracias liberales la deliberación pública se encuentra
culturalmente sesgada. Los espacios públicos de las democracias liberales son espacios
culturalmente homogéneos y lingüísticamente monocordes. No son in stricto senso
“públicos“pues no reconocen la pluralidad. Por ello, la primera tarea de las
democracias multiculturales consiste en crear espacios públicos interculturales en los
que se den cita la diversidad de racionalidades para deliberar en común y llegar a
generar respuestas y acciones concertadas ante los problemas propios y ajenos.
Deliberar interculturalmente en la vida pública a partir del reconocimiento de la
diversidad es la esencia de las democracias multiculturales. Sin embargo, todo indica que
aún estamos muy lejos de ella. Y las democracias, o son interculturales o no son
democracias. Lo que abunda en nuestros días son los discursos sobre la interculturalidad.
Pero no es lo mismo hablar de la interculturalidad que deliberar interculturalmente. Creo
que si actualmente hay tanta actividad discursiva sobre la interculturalidad es porque de
alguna manera estamos percibiendo su imperiosa necesidad y al mismo tiempo, su
elocuente ausencia.
Creo que en relación a la interculturalidad nos encontramos actualmente en una situación
aporética. En la mitología platónica, Poros es aquel que conoce las dificultades y posee los
recursos necesarios para vencerlas. Penia también las conoce pero carece de recursos
para afrontarlas. Es en este sentido indigente. El ser conciente de su indigencia la moviliza
constantemente a salir de ella, pero inexorablemente fracasa. En eso consiste la penuria.
Las situaciones aporéticas son tiempos de penuria, momentos en los que la conciencia de
las dificultades nos moviliza, pero carecemos aún de los recursos que nos permitirían
superarlas. Los tiempos de penuria no son tiempos penosos, son tiempos de enorme
creatividad, de nuevos retos.
Creo que algo de este tipo esta sucediendo en el mundo actual en relación a la
interculturalidad. El resurgimiento de lo étnico como espacio de construcción de nuevas
identidades políticas está conduciendo en muchas partes del mundo a conflictos
interculturales sin precedentes. Y hasta ahora no se está haciendo nada verdaderamente
significativo para manejarlos adecuadamente. Y crecen. La conciencia de la gravedad de
estos conflictos está a la base del surgimiento de importantes propuestas colectivas de
empoderamiento cultural. Sin embargo, todo indica que carecemos aún de los recursos
necesarios – teóricos y prácticos – para cambiar sustantivamente el rumbo de los
acontecimientos. Esto es lo propio de una situación aporética .
A más conflictos interculturales más discursos sobre la interculturalidad. Los discursos
sobre la interculturalidad y el multiculturalismo están plagados de temas recurrentes y
3
lugares comunes. Qué es lo que esto significa? Es que estamos frente a un
acontecimiento puramente discursivo, frente a una nueva moda o frente a la expresión de
una nueva sensibilidad? Abrigo la íntima esperanza de que estos nuevos discursos,
expresión de la ausencia de interculturalidad en el mundo , no sean la manifestación de
un momento efímero y pasajero sino el albor de una nueva sensibilidad que nos
estaría permitiendo visibilizar la diversidad cultural como valiosa y el reconocimiento de
las diferencias como un necesario principio rector de formas de convivencia más justas
que no existen aún.
La interculturalidad no es un concepto, es una manera de comportarse. No es una
categoría teórico, es una propuesta ética. Más que una idea es una actitud, una manera
de ser necesaria en un mundo paradójicamente cada vez más interconectado
tecnológicamente y al mismo tiempo más incomunicado interculturalmente. Un mundo en
el que los graves conflictos sociales y políticos que las confrontaciones interculturales
producen, empiezan a ocupar un lugar central en la agenda pública de las naciones.
Creo que en la actualidad nos manejamos con intuiciones muy difusas y con una idea
muy pobre y limitada de lo que significa la convivencia intercultural. Mientras que en
Europa el discurso sobre la interculturalidad apareció directamente ligado a los programas
de educación alternativa para los migrantes procedentes de las antiguas colonias, en
América Latina el discurso y la praxis de la interculturalidad surgió como una exigencia de
los programas de educación bilingüe de los pueblos indígenas del continente. Anotar las
diferencias de los contextos de aparición de estos discursos no es un dato accesorio e
irrelevante. Pues una cosa es plantear el problema de las relaciones interculturales en
sociedades post-coloniales como las nuestras y otra cosa es plantearlo como problema al
interior de las grandes sociedades coloniales del pasado, actualmente invadidas por
fuertes olas migratorias procedentes mayoritariamente de sus empobrecidas ex - colonias.
Mientras que en Europa hablar de educación intercultural es plantearse cómo integrar a
los migrantes, es decir, cómo incorporarlos a la sociedad envolvente respetando sus
diferencias, en América Latina hablar de interculturalidad es plantearse el problema de
cómo hacer para que los que vivieron siempre aquí no sean sometidos a desrealizadores
procesos de aculturación forzada, expulsados de sus territorios ancestrales y postergados
de sus derechos fundamentales. En otras palabras, cómo concebir y generar formas de
organización política y de convivencia intercultural basadas en el reconocimiento de la
diversidad, la inclusión socio-económica y la participación política de los grupos culturales
originarios secularmente postergados.
Sin embargo, en los discursos sobre la interculturalidad en América Latina es posible
identificar una diversidad de usos y sentidos del concepto, necesarios de diferenciar para
evitar innecesarios malentendidos. Así por ejemplo, desde los discursos oficiales de los
Estados nacionales se define la interculturalidad como un nuevo enfoque pedagógico
que debe atravesar la educación bilingüe para los pueblos indígenas. Como si los
enfrentamientos creados por la incomunicación intercultural fueran un problema cuyo
origen estuviera en los discriminados del sistema y pudieran ser resueltos con recetas
pedagógicas. El sesgo indigenista de la educación bilingüe intercultural en América Latina,
comprensible por cierto, nos está conduciendo sin embargo a la práctica de estrategias
4
de intervención y respuestas programáticas excesivamente unilaterales en su concepción
y, por consecuencia, de dudosas consecuencias.
El problema de la discriminación étnic a y cultural no es un problema exclusivo de los
discriminados. La discriminación es una relación de a dos. Atacar la discriminación en sus
causas involucra por lo tanto un trabajo intenso y sistemático de educación intercultural
no sólo con los sectores discriminados sino también con los sectores hegemónicos y
discriminadores de la sociedad. “Interculturalidad sí, pero para todos “es por ello una
necesidad impostergable si queremos recomponer el tejido social y cultural de nuestras
sociedades estructuralm ente segmentadas. Es la condición de posibilidad de la
refundación del pacto social, el principio rector de los Estados multiculturales que
nuestras sociedades requieren.
Pero para ello es importante ponernos de acuerdo previamente sobre los sentidos que le
estamos dando a esta tarea. En el discurso académico cuando hablamos de
interculturalidad, no nos referimos en principio a un principio normativo de la convivencia
social. Cuando los científicos sociales analizan la interculturalidad se refieren al estudio de
las diversas mezclas y relaciones que de hecho ya existen entre las diversas culturas que
coexisten en nuestro continente. Hablar de interculturalidad es por ello, desde esta
perspectiva, hablar de los encuentros y los desencuentros, de las hibridaciones y de los
diversos tipos de intercambios y relaciones existentes entre las culturas. Desde este
punto de vista, la interculturalidad es intrínseca a las culturas, porque las culturas son
realidades situacionales, sujetos dinámicos, históricos, que se autodefinen por sus
relaciones con los otros. Las identidades culturales son por ello desde la antropología
entidades interculturales que requieren ser analizadas en su complejidad interna. Este
concepto descriptivo de interculturalidad, se usa habitualmente en el ámbito de la
antropología.
Otras veces, en el discurso académico, por interculturalidad entendemos la o las
propuestas ético-políticas y educativas de mejoramiento o transformación de las
relaciones asimétricas entre las culturas para generar espacios pùblicos de diàlogo y
deliberaciòn intercultural que hagan posible avanzar en la soluciòn concertada de los
problemas comunes . Este concepto normativo de interculturalidad es usado
habitualmente en el ámbito de la educación bilingüe y la filosofía política.
En el discurso de los movimientos indianistas el concepto de interculturalidad se usa con
una significación diferente. En este contexto se entiende por interculturalidad la
revalorización y el fortalecimiento de las identidades étnicas. Y como desde las
cosmovisiones indígenas el derecho a la identidad cultural está estrechamente ligado al
derecho al territorio y a la lengua , la revalorización de la identidad étnica implica la
defensa de los territorios ancestrales y de la educación bilingüe intercultural. Incluso se
habla hoy en día de la gestión intercultural de los recursos naturales. La interculturalidad
forma parte en la actualidad de la agenda política de los movimientos indígenas
organizados y ha adquirido así una significación político-normativa más compleja.
Sabido es que los cambios semánticos que se producen en los conceptos de acuerdo a los
usos diversos que hacen de ellos los actores sociales no son políticamente irrelevantes.
Según las demandas y urgencias de los actores políticos los conceptos adquieren
5
significaciones diferentes . Así , cuando las culturas subalternas se apropiaron del
concepto de interculturalidad y lo incorporan en sus agendas políticas , lo resignificaron
en función de sus demandas y sus marcos culturales transformándolo en un programa de
reinvindicación socio-cultural.
En el discurso de los movimientos indianistas latinoamericanos , decíamos, la apuesta por
la interculturalidad significa fundamentalmente la apuesta por el fortalecimiento de las
identidades étnicas. Como si las identidades culturales fueran entidades naturales preexistentes
y no construcciones estratégicas. Sabido es que ningún grupo humano es
esencial o naturalmente étnico, nacional o racial. Estas son caracterizaciones o autodenominaciones
que aluden a los modos como un colectivo se afirma frente a los otros
en un momento determinado de su historia . Las determinaciones identitarias no son ni
fijas ni “naturales”, no están determinadas ni por la “sangre”, ni por el “lugar de
nacimiento”, ni por las propiedades intrínsecas de un grupo social. Son producto de
incesantes construcciones, imaginaciones e invenciones. Las identidades no son cosas, son
procesos que se reinventan en interacción con otros procesos. No son entidades ni
esenciales ni subsistentes, son entidades situacionales. Sin embargo, en el terreno
político – que es el espacio en el que se mueven los discursos indianistas - , las
identidades se esencializan por necesidades prácticas, las categorías conceptuales se
simplifican , las identidades étnicas se colocan como cosas definidas y – por razones
estratégicas -las fronteras culturales se tornan nítidas .
En el presente estudio nos hemos propuesto identificar y esclarecer las diversas
variaciones semánticas y usos políticos que se hacen del concepto de interculturalidad en
nuestros contextos. Para ello vamos a diferenciar en un primer momento entre un
interculturalismo funcional (o neo-liberal) y un interculturalismo crítico con la intención de
precisar los alcances políticos que el interculturalismo funcional implica. En segundo lugar
intentaremos precisar los alcances del interculturalismo crítico como nueva tarea tanto en
la teoría como en la praxis, tanto en el plano descriptivo como en el plano normativo
1. El interculturalismo funcional ( o neo-liberal).-
Se trata de aquel interculturalismo que postula la necesidad del diàlogo y el
reconocimiento intercultural sin darle el debido peso al estado de pobreza crònica y en
muchos casos extrema en que se encuentran los ciudadanos que pertenecen a las culturas
subalternas de la sociedad. En el interculturalismo funcional se sustituye el discurso sobre
la pobreza por el discurso sobre la cultura ignorando la importancia que tienen - para
comprender las relaciones interculturales - la injusticia distributiva, las desigualdades
económicas, las relaciones de poder y “los desniveles culturales internos existentes
en lo que concierne a los comportamientos y concepciones de los estratos subalternos y
perifèricos de nuestra misma sociedad “1 .
Cuando el discurso sobre la interculturalidad sirve – directa o indirectamente - para
invisibilizar las crecientes asimetrías sociales , los grandes desniveles culturales internos y
1 Cirese, Alberto. Cultura hegemónica e cultura subalterne. Palermo, Palumbo editore, 1972, p. 10.
6
todos aquellos problemas que se derivan de una estructura económica y social que
excluye sistemáticamente a los sectores subalternizados de nuestras sociedades ,
entonces es posible decir que se está usando un concepto funcional de
interculturalidad pues no cuestiona el sistema post-colonial vigente y facilita su
reproducción. El concepto funcional (o neo-liberal) de interculturalidad genera un discurso
y una praxis legitimadora que se viabiliza a través de los Estados nacionales, las
instituciones de la sociedad civil. Se trata de un discurso y una praxis de la
interculturalidad que es funcional al Estado nacional y al sistema socio-económico
vigente.
En este discurso “la identidad de grupo sustituye a los intereses de clase como
mecanismo principal de movilización polìtica. La dominaciòn cultural reemplaza a la
explotaciòn como injusticia fundamental. Y el reconocimiento cultural desplaza a la
redistribuciòn socioeconòmica como remedio a la injusticia y objetivo de la lucha polìtica“2.
El multiculturalismo anglosajón es un caso paradigmático de interculturalismo
funcional. El programa de acciòn multiculturalista que se viabiliza a través del Banco
Mundial promueve en Amèrica Latina acciones de discriminación positiva y de educación
compensatoria. Por medio de la discriminación positiva, el Banco auspicia la equidad de
oportunidades sin necesidad de hacer cambios en la estructura distributiva resultante de
las polìticas de ajuste estructural que el mismo Banco promueve. Y por medio de la
educación compensatoria, el Banco promueve la mejora de la calidad educativa en
algunos pocos privilegiados de los sectores perifèricos de la sociedad, sin atacar las
causas de fondo del problema. Los programas multiculturalistas son paliativos a los
problemas, no generan ciudadanía, promueven la equidad pero desde arriba; son, en una
palabra, profundamente paternalistas.
2. El interculturalismo crítico
Las diferencias entre el interculturalismo funcional y el interculturalismo crìtico son
sustantivas. El punto de partida y la intencionalidad del interculturalismo crìtico es
radicalmente diferente. Mientras que el interculturalismo neoliberal busca promover el
diálogo sin tocar las causas de la asimetría cultural, el interculturalismo crítico busca
suprimirlas. “ … No hay por ello que empezar por el diàlogo, sino con la pregunta por las
condiciones del diàlogo. O, dicho todavía con mayor exactitud, hay que exigir que el
diàlogo de las culturas sea de entrada diàlogo sobre los factores econòmicos, polìticos,
militares,etc. que condicionan actualmente el intercambio franco entre las culturas de la
humanidad. Esta exigencia es hoy imprescindible para no caer en la ideología de un
diàlogo descontextualizado que favorecerìa sòlo los intereses creados de la civilización
dominante, al no tener en cuenta la asimetría de poder que reina hoy en el mundo “3.
Para hacer real el diálogo hay que empezar por visibilizar las causas del no-diálogo.
En otras palabras, hay que empezar por identificar y tomar conciencia de las causas
contextuales de su inoperancia. Hay que empezar por recuperar la memoria de los
excluìdos , por visibilizar los conflictos interculturales del presente como expresión de una
2 Frase, Nancy. Iustitia Interrupta. Bogotà, Siglo del Hombre Editores, 1997. P. 17.
3 Fornet, Raùl. Interculturalidad y globalización. San Josè de Costa Rica, , Editorial DEI, 2000P. 12.
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violencia estructural más profunda, gestada a lo largo de una historia de desencuentros y
postergaciones injustas.
El interculturalismo crìtico se nos presenta así como una nueva tarea
intelectual y pràctica. Como tarea intelectual nos convoca a “desarrollar una teoría
crìtica del reconocimiento , que defienda ùnicamente aquellas versiones de la polìtica
cultural de la diferencia que pueden combinarse coherentemente con la polìtica social de
la igualdad … En parte, esto significa imaginar cómo debemos conceptuar el
reconocimiento cultural y la igualdad social de manera que cada uno apoye al otro en
lugar de devaluarlo. Significa también formular teóricamente las maneras como se
entrelazan y apoyan mutuamente en la actualidad las desventajas económicas y el
irrespeto cultural. Por lo tanto, el proyecto exige aclarar asimismo los dilemas políticos que
surgen cuando se intenta combatir simultáneamente estos dos tipos de injusticia”.4
La injusticia cultural y la injusticia económica son dos caras de la misma moneda, dos
aspectos indesligables de la inequidad social. Los movimientos revolucionarios del siglo
XX cometieron el error conceptual de desligarlas y colocar la injusticia económica como
causa de la injusticia cultural. Lo cultural no es un epifenómeno de lo económico, es
inherente a él. La antropología económica nos ha enseñado que una sociedad de
consumo no puede funcionar sin una cultura del consumo conspicuo, y viceversa. La
pobreza crónica resultante del injusto sistema de distribución de bienes es un fenómeno
económico y cultural al mismo tiempo. Cuando los pobres adquieren cultura política, es
decir, cuando empiezan a concebirse, no como consumidores pasivos de bienes y
mensajes sino como ciudadanos activos despojados injustamente de sus derechos básicos,
entonces se abren las épocas de cambio ,los tiempos de radicalización de la democracia.
La pobreza se combate construyendo ciudadanía.
Pero no hay una, sino muchas maneras de ser ciudadanos. La crítica de la concepción
homogeneizante de la ciudadanía que hemos heredado de la Ilustración europea es por
ello parte sustancial de la nueva tarea intelectual y práctica a la que el interculturalismo
crítico nos convoca. La ciudadanía democrática debe ser una ciudadanía enraizada en los
éthos de la gente, una ciudadanía que incorpore las concepciones que los pueblos tienen
sobre los derechos, una ciudadanía por lo tanto culturalmente diferenciada. Esto no debe
conducirnos sin embargo a la sacralización acrítica de las culturas. Ser ciudadano
intercultural quiere decir, en primer lugar, ser capaz de elegir la propia cultura, es decir,
elegir practicar las creencias, los usos y costumbres heredados del ethos al que
pertenezco, o en su defecto, decidir apartarme de ellos por consideraciones valorativas
que considero más plausibles. Ser ciudadano intercultural es por ello ejercer el derecho a
construirse una identidad cultural propia , y no limitarse a reproducir en uno mismo ni la
identidad heredada ni la identidad que la sociedad mayor nos fuerza a adoptar por todos
los medios .
2.1 La dimensión descriptiva del interculturalismo crítico.
El interculturalismo crítico es fundamentalmente una propuesta práctica de cambio
sustancial. Involucra por ello un momento descriptivo de esclarecimiento e interpretación
4 Fraser,Nancy. Ibid. P. 18
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de hechos y un momento normativo de carácter ético y político que, al combinarse,
orientan las acciones programáticas que el ejercicio de la interculturalidad implica.
En el plano descriptivo se trata de identificar, con conciencia hermenéutica, el carácter de
las hibridaciones culturales que existen de hecho. Como toda descripción de hechos es
una interpretación de lo acontecido, es necesario precisar la pertinencia o no de los
distintos enfoques teóricos que se utilizan para estos fines. Así, por ejemplo, creemos que
el modelo de la diglosia, utilizado con éxito en los estudios sobre contactos linguísticos,
revela ser muy útil para interpretar y entender los procesos y dinámicas no verbales que
se ponen en marcha en los complejos contactos interculturales que forman parte
intrínseca del devenir de las culturas. Así, un aspecto a subrayar en el estudio de las
situaciones diglósicas, es que los préstamos linguísticos no circulan sólo de arriba hacia
abajo sino también de abajo hacia arriba. Esto quiere, por extensión, que los cambios
culturales – y no sólo los linguísticos - operarían en doble dirección. Es lo que
posiblemente sucede en las relaciones entre la cultura hegemónica y las culturas
subalternas, a saber, una red compleja de modificaciones recíprocas.
Hay otros modelos – como el del sincretismo o el de la aculturación- procedentes de la
antropología que a su vez pueden resultar pertinentes para la interpretación y estudio de
otras dimensiones de los hechos no abarcables desde el modelo de la diglosia cultural. En
el campo de la descripción e interpretación de las relaciones interculturales hay que
aprender a manejarse con mucha flexibilidad en relación a los modelos teóricos pues de
lo que se trata no es de validar uno de ellos sino de hacer más inteligible lo que se nos
ofrece
2.2 La di mensión normativa del interculturalismo crítico.
El interculturalismo crítico es sobretodo un proyecto ético-político de
transformación sustantiva, en democracia, del marco general implícito que
origina las inequidades económicas y culturales.
A diferencia del multiculturalismo anglosajón o del interculturalismo neo-liberal busca
modificar, no los efectos o los resultados finales, sino los procesos que los originan. No se
trata sin embargo de una propuesta apocalíptica de revolución violentista. Se trata más
bien de un proyecto ètico-polìtico de reestructuraciòn gradual – en democracia -del
marco general de la sociedad.
Hay que subrayar lo que implica lo democrático del proyecto y lo que ello implica. Optar
por métodos democráticos de transformació n social es optar por impulsar los cambios que
la sociedad requiere desde los espacios públicos de deliberación política que en muchas
democracias liberales existen sólo en apariencia, es decir, en el plano jurídico-formal. Hay
que empezar por ello a democratizar los espacios públicos, es decir, a descolonizarlos de
las leyes del mercado y a hacerlos inclusivos de la diversidad cultural. Este es el punto de
partida.
Pero hay también que reinventar la teoría de los partidos políticos, interculturalizarlos,
hacer que dejen de ser el monopolio de los representantes de la cultura hegemónica,
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hacerlos, en una palabra, espacios democráticos de formación ciudadana y de deliberación
social.
A nivel de la teoría del Estado “ ... postulamos la necesidad de contar con una teoría
general del Estado contemporáneo ampliada desde la etnología llamando la atención sobre
la urgencia de considerar al Estado contemporáneo también como un tejido cultural ( o,
para decirlo con un concepto algo más complejo, como un tejido de tejidos institucionalculturales
marcados por la etnicidad y las relaciones interétnicas) de características
siempre específicas en cada caso concreto “.5
Una etnología del Estado con perspectiva histórica nos permite identificar la génesis
cultural de las instituciones liberales que lo componen . Nos permite también visibilizar en
qué medida las institucionales tradicionales de inspiración comunitarista han sido excluídas
del sistema oficial . Quizás la interculturalidad deba empezar por su incorporación y por
una radicalización efectiva de las formas democráticas de convivencia.
5 Calla, Ricardo. Indígenas, políticas y reformas en Bolivia. Hacia una etnología del Estado en América
Latina. Guatemala, ICAPI, 2003 p.10