martes, 8 de septiembre de 2009

LOS DILEMAS DE LA DIVERSIDAD

LOS DILEMAS DE LA DIVERSIDAD

Héctor DÍAZ-POLANCO*


En los últimos años, la demanda de autonomía ha ocupado un lugar central en el proyecto político planteado por los pueblos indios de Latinoamérica. Es el más poderoso reclamo de respeto a la diversidad en la América Latina contemporánea. Los grandes impulsos provienen principalmente de dos acontecimientos históricos separados por un decenio: el proceso autonómico de la Costa Atlántica nicaragüense, que arranca en 1984, y el levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994. En ambos casos, vigorosamente, la autonomía se propone como el ejercicio concreto del derecho de libre determinación.

1. Los adversarios de la diversidad

Al mismo tiempo, en el plano político-ideológico, se levanta un obstáculo formidable para la realización de este derecho. Nos referimos al afianzamiento en la región del pensamiento liberal no pluralista, y su consecuencia inevitable: la negación de la autodeterminación como un atributo de los pueblos. Ahora bien, habría que preguntarse si el programa autonomista sólo se enfrenta a un adversario: el liberalismo doctrinario de viejo cuño. Pensar así sería un error. En la actualidad, operan como oponentes de la autonomía lo mismo el liberalismo no pluralista que las tendencias que se agrupan en el relativismo absoluto, aunque no sea raro que en las filas de éste se pronuncien loas a la "autonomía". Quizá la diferencia consista en que, hablando desde el punto de vista de los que defendemos la diversidad, el primer adversario se sitúa en el terreno de nuestro oponente histórico, mientras el segundo está asentado en nuestras propias filas.

Debemos percatarnos de que el liberalismo duro, que retorna agresivamente a las viejas tesis de la doctrina, sin concesiones ni "correcciones", forma una sólida unidad con su contrario: el relativismo cultural absoluto, responsable del resurgimiento, a su vez, de esencialismos etnicistas. Liberalismo duro y relativismo absoluto funcionan como las dos caras de la misma medalla. No es difícil caer en la cuenta de que, en efecto, ambos enfoques se refuerzan, y cada uno de ellos da pie a las argumentaciones del otro. La afirmación mutua, al mismo tiempo, hace política y socialmente creíbles las respectivas aprensiones, temores y prejuicios.

Ciertamente, por ejemplo, carecerían de sentido las advertencias de los liberales criollos contra los "peligros" de la nueva apelación a la comunidad cultural, si no existiesen indicios de planteamientos comunalistas o comunitaristas reacios, e incluso adversos, a considerar cualquier posibilidad de relación o diálogo intercultural y, en particular, a tomar en serio la cuestión de las garantías individuales y los derechos humanos. Puede documentarse la influencia inversa: el crispamiento liberal es un inductor de inclinaciones que prefiguran las propensiones hacia el fundamentalismo étnico. Las ventajas que para cada una de las posiciones implica el refuerzo recíproco, ayudan a explicar que muchos liberales estén interesados en presentar a su adversario autonomista como un esencialismo etnicista; y que cierto "autonomismo" amarrado a los principios del relativismo absoluto sólo vea liberalismo homogeneizador en cualquier referencia a los derechos fundamentales. Cabe adelantar que de la parte indígena, al menos como la concebimos, el planteamiento de la cuestión en tales términos estrechos es insostenible y arranca de una interpretación sesgada de sus argumentaciones.

Lo que importa subrayar ahora es que todo ello dificulta la reflexión racional en torno a la diversidad y la autonomía, e induce posiciones, en parte reactivas, que se refuerzan a partir de evaluaciones equivocadas. Del lado liberal, particularmente en países latinoamericanos, se consolidan las tendencias que rechazan la pluralidad como fundamento del régimen democrático por construir, y se regresa con más fuerza a los planteamientos integracionistas (a partir del combate al etnicismo, erróneamente identificado con la propuesta de autonomía regional). El principal error radica en identificar la propuesta de autonomía con una versión relativista que parte del "argumento moral" de la "superioridad ética de la civilización india", formulada en los ochenta por autores como Guillermo Bonfil. Del lado autonomista, se favorecen las inclinaciones a atrincherarse en los valores "tradicionales" adversos al diálogo intercultural, al tiempo que se erosiona la sustancia nacional de la propuesta de autonomía y, por consiguiente, se la reduce a una salida "sólo para los indios" o los grupos étnicos, que supuestamente puede lograrse sin transformaciones sustanciales del Estado-nación. Así, la propuesta de autonomía como puente, diálogo y búsqueda de acuerdo democrático queda debilitada.

El primer requisito para iniciar un proceso autonómico es la disposición al diálogo y a la cooperación entre culturas. A ese respecto, el relativismo es un formidable adversario de la autonomía. A partir de la convicción (que se esgrime con justa razón frente a la pretensión del racionalismo universalista) de que no existen criterios de evaluación universales en materia moral o epistémica, el relativismo pasa a sostener una segunda tesis problemática: que no sólo no es posible evaluar una cultura a partir de los valores o estándares de otro, sino que es impracticable construir normas transculturales que permitan la comprensión mutua y el establecimiento de puentes entre sistemas culturales diferentes. "Por eso, advierte Olivé, desde el relativismo se ponen trabas para la cooperación fructífera entre culturas, y para la convivencia no sólo pacífica, sino creativa y cooperativa dentro de un contexto nacional, e incluso internacional". No es difícil entender entonces que bajo tales presupuestos relativistas la autonomía sea impensable e impracticable.

Pero, en términos de los mismos principios relativistas, también es impensable cualquier solución que pretenda fundarse en la superioridad moral de un sistema cultural (aunque se trate de uno subalterno y ancestral, como es el caso del indígena). La más clara aporía en que incurre el relativismo tiene lugar cuando, para fundar una salida no autonómica, se confronta la cultura indígena con la "occidental", para arribar a la conclusión de la ventaja ética de la primera. ¿Si partiendo de que no existen estándares universales se postula que cualquiera de ellos sólo es pertinente para un determinado sistema y carece de validez en relación con cualquier otro, cómo se pueden hacer esas evaluaciones comparativas entre sistemas diferentes? A menos que el relativista admita que utilizó estándares de una cultura para evaluar a otra.

La disyuntiva es clara: o se acepta que existe la posibilidad de construir criterios aceptables para las partes involucradas que permitan evaluar otra cultura, y entonces el principal argumento relativista se esfuma; o se acepta que no es posible y cada cultura debe ser evaluada sólo en sus propios términos, y entonces el relativismo no puede alegar superioridad moral de una cultura con respecto a otra. En todo caso, las tesis fundamentales del relativismo no abonan la pluralidad, sino el atrincheramiento cultural. Y en ese espinoso terreno no puede florecer la autonomía.

2. El liberalismo procesal

Examinemos ahora la faz del otro (y seguramente más formidable) adversario de la diversidad: la teoría liberal, cuya característica central quizás radique en sostener la prioridad de los derechos individuales. En la actualidad, la filosofía más invocada para fundar "la supremacía de los derechos liberales sobre los culturales" es el llamado liberalismo igualitario, construido a partir de la fortaleza teórica edificada por el "primer" Rawls. Varios elementos básicos se pueden destacar de esta filosofía:

1) En primer lugar, reformulando el "principio de diferencia de Rawls" (o segundo principio de la "justicia como equidad"), se rechazan las versiones utilitarista y libertaria del liberalismo, para concluir que "no existe una tensión entre libertad e igualdad", siempre que se reconozca "que ambos valores responden a estructuras diferentes pero complementarias". Esto es: "La libertad es un valor sustantivo", mientras "la igualdad es en sí misma un valor adjetivo". Esto quiere decir que la igualdad "no es valiosa si no se predica de alguna situación o propiedad que es en sí misma valiosa". Lo que en sí mismo es valioso consiste, por supuesto, en valores individuales.

2) La segunda tesis no es más que el refuerzo del mismo paradigma centrado en la individualidad: sólo los individuos son personas morales; o dicho a contrario: "las personas colectivas no son personas morales". A partir de un conjunto de premisas, se infiere que "si algo es una persona moral, nada que esté compuesto por ella o esté constituido a partir de ella puede ser también persona moral". Lo que se busca es invalidar cualquier pretensión de asignar valor ético a la comunidad, con la intención de ponerla por encima del individuo. La consecuencia de este razonamiento liberal es inevitable: "Las concepciones que privilegian éticamente a la comunidad por encima del individuo terminan aceptando una forma de integrismo por la cual la existencia y el bienestar del individuo dependen de la existencia y el bienestar de la comunidad a la que dicho individuo pertenece."

3) Lo anterior se refuerza con el tercer elemento del sistema: el individualismo ético. Su principal argumento es que "los individuos valen más que los grupos a los que pertenecen". Esto es, se admite la existencia de los grupos, pero no se les atribuye valor superior, no se les concede la calidad de persona moral. Por lo mismo, las culturas "no tienen ningún valor intrínseco que permita idealizarlas o hasta absolutizarlas", como lo hace –subraya Vázquez– Guillermo Bonfil Batalla. Entonces la recusación del valor de las culturas es sólo en relación con su idealización y absolutización.

Digamos de paso que este último es el argumento más débil de la formulación esbozada. Es un argumento irrelevante para la perspectiva que estamos defendiendo aquí, pues la idealización esencialista en que incurren algunos autores ha sido rechazada por la perspectiva autonomista, al menos como nosotros la entendemos.

Sobre este punto, al parecer, habría pocas diferencias.. Es aceptable que hay que superar el relativismo cultural, siempre que se agregue: el relativismo absoluto y excluyente. En cambio, se debe mantener: a) el relativismo ético; b) el relativismo como invitación a considerar el valor respectivo de los sistemas culturales; y c) su uso como un método para abordar el estudio de las culturas mediante el "desgaste del etnocentrismo" que espontáneamente se apodera del observador de los otros, como lo ha hecho tradicionalmente el enfoque antropológico. De igual modo, deben afirmarse los derechos individuales y humanos fundamentales (derecho a la vida, etc.).

En suma, los argumentos liberales en torno al imperativo de respetar los derechos fundamentales (humanos) de los individuos son atendibles. Pero dado que el punto es cómo hacerlos compatibles con los derechos colectivos, se requiere abandonar concepciones de "primacía", "superioridad" o "prioridad" de unos derechos sobre otros; hay que ver a los derechos individuales y colectivos como complementarios y mutuamente dependientes. En este sentido, las formulaciones del tipo: prioridad "de los derechos liberales sobre los culturales", sólo invierten los términos en que el Volksgeist había planteado las cosas: prioridad del principio cultural sobre los valores individuales.

En el proceso histórico de su constitución, la condición humana deviene a un tiempo colectividad e individualidad. Con igual firmeza hay que sostener tanto los derechos culturales como los individuales, explorando, al mismo tiempo, lo que hay en realidad de particular (no universal) tanto en unos derechos como en otros.

Aunque la perspectiva liberal contemporánea encuentra su fundamento último en los planteamientos kantianos sobre la "autonomía" de la persona, la fuente específica –como lo ha recordado Taylor– de quienes opinan "que los derechos individuales siempre deben ocupar el primer lugar y, junto con las provisiones no discriminatorias, deben tener precedencia sobre las metas colectivas", es la versión liberal formulada en Estados Unidos por brillantes filósofos y juristas como John Rawls, Ronald Dworkin y Bruce Ackerman, que se difundió por todo el mundo angloamericano, y obviamente más allá, a partir de los setenta.

En la conocida propuesta de Dworkin, la verdadera sociedad liberal debe fundarse en un compromiso "procesal", que evita al mismo tiempo cualquier inclinación por los acuerdos públicos "sustantivos". El compromiso moral sustantivo se refiere a las opiniones que todos tenemos acerca de los fines de la vida o de lo que constituye la "vida buena"; mientras que el compromiso procesal es el acuerdo sobre un trato recíproco equitativo e igualitario, con independencia de las preferencias sustantivas (sobre la vida buena) de cada cual. Según aquel autor, la sociedad liberal es aquella que como tal no asume opinión sustantiva alguna –en clave de política común o pública–, mientras se pone de acuerdo sobre "un poderoso compromiso procesal de tratar a las personas con igual respeto". De otra manera, una "mayoría" podría imponer a los demás una concepción del bien que no comparten, con lo que se violaría la autonomía de estos últimos y el principio de tratar a todos con igual respecto. La idea central es, pues, que la sociedad liberal debe ser "neutral" respecto a cualquier concepción de la vida buena; o lo que es lo mismo: la sociedad debe ser "ciega a la diferencia". Como veremos, el "liberalismo como imparcialidad" se desarrolla poderosamente, merced a las elaboraciones de Rawls contenidas en dos obras fundamentales: Teoría de la justicia y Liberalismo político.

Es fácil entender, entonces, que una perspectiva liberal de este género sea totalmente refractaria a la consideración de derechos y arreglos sociales basados en alguna idea sustantiva. Ahora bien, las reivindicaciones de muchas colectividades, sean grupos étnicos o nacionales, son precisamente de este tipo: se originan en que tienen una concepción de la vida buena (que se origina en una cosmovisión propia), lo que se expresa en metas colectivas (fundamentalmente el sostenimiento de su forma de vida y la supervivencia de su sistema cultural) que son consideradas un bien en sí mismo. Evidentemente, este proyecto colectivo no puede encontrar cabida en un marco liberal como el descrito.

Pero, hoy, la situación mundial hace cada vez más difícil defender un liberalismo de este pelambre. Un número creciente de colectividades en todos los continentes aspira a la supervivencia cultural y al ejercicio de derechos conexos; y, al mismo tiempo, muchos de sus militantes y partidarios sostienen que esta aspiración no contradice el fondo del paradigma liberal. Dicho de otro modo, que es posible concebir un modelo de liberalismo que sea más que meramente "procesal". Con ese espíritu, un núcleo de pensadores liberales en expansión está tratando de entender los argumentos profundos de estos grupos de identidad. En esa comunidad de opinión se encuentra Taylor. Lo que constata este autor es que existen grupos nacionales (como los quebequenses) o étnicos (como los pueblos indígenas) que están convencidos de que "una sociedad puede organizarse en torno a una definición de la vida buena sin que esto se considere como una actitud despreciativa hacia quienes no comparten en lo personal esta definición. Donde la naturaleza del bien requiere que éste se busque en común, esta es la razón por la que debe ser asunto de la política pública".

Todo ello reclama otra definición de la sociedad liberal; una definición que sea tolerante a la diferencia. La concepción procesal de los derechos liberales, en efecto, "no tolera la diferencia porque a) insiste en una aplicación uniforme de las reglas que definen esos derechos, sin excepción, y b) desconfía de las metas colectivas." Taylor cree que esta forma de liberalismo es culpable de la acusación de intolerancia que le hacen los partidarios de la diversidad y aprueba otros modelos de sociedad liberal "que adoptan una línea diferente ante a) y b)." Por ejemplo, se trata de modelos que, sin menospreciar la importancia de cierto trato uniforme en relación con derechos fundamentales de las personas, están dispuestos a sopesar "la importancia de la supervivencia cultural, y optan a veces a favor de esta última"; que, a diferencia de los modelos procesales, "se fundamentan en buena medida en los juicios acerca de lo que es una vida buena: juicios en que ocupa un lugar importante la integridad de las culturas."

Esta actitud es más congruente con los procesos de afirmación de la identidad que están teniendo lugar en prácticamente todo el globo y a los cuales el liberalismo procesal no ofrece respuestas satisfactorias. En efecto, dice Taylor, "indiscutiblemente, más y más sociedades de hoy resultan ser multiculturales en el sentido de que incluyen más de una comunidad cultural que desea sobrevivir. Y las rigideces del liberalismo procesal pronto podrían resultar impracticables en el mundo del mañana." Se puede asegurar que, en rigor, el "mañana" es ya hoy en muchas regiones del planeta.

Desde luego, es necesario no sólo constatar que existe un cierto reclamo global de pluralidad, sino también examinar los argumentos en que pretende sustentarse, asunto que no abordaremos en esta ocasión. Lo que haremos ahora, en breve, es ensayar la crítica interna del enfoque "neutral", con el propósito de poner en claro mediante qué procedimientos y principios éste cierra la entrada a toda consideración de la diversidad cultural.

¿En qué fundamentos se sostiene el prototipo de liberalismo procesal? La formulación procesal (incluyendo el "liberalismo igualitario" y, en general, las demás variantes teóricas que concuerdan en sostener la primacía absoluta de la libertad individual) asume dos elementos centrales: por una parte, la autonomía de la voluntad y la dignidad de la persona, que nacen de la universal racionalidad de ésta; y, por la otra, la teoría de un contrato social originario establecido precisamente entre individuos racionales y libres.

Ambos presupuestos entrelazados constituyen piedras angulares del pensamiento moderno, a partir de las aportaciones combinadas, en parte complementarias o discordantes, de Thomas Hobbes, John Locke, Baruch Spinoza, Jean-Jacques Rousseau e Immanuel Kant, entre otros. Pero fue este último el que dio su forma clásica y radical a la tesis de la "autonomía de la voluntad" y la dignidad de la persona, que se fundan en la voz interior de la razón.

3. El contrato original en Kant

La obra de Kant asigna una posición central al "principio de la libertad innata": un "derecho único, originario, que corresponde a todo hombre en virtud de su humanidad". Por ello mismo, los deberes de virtud "no pueden someterse a ninguna legislación exterior porque se dirigen a un fin". La perspectiva "constructivista" de Kant, asimismo, ha servido de inspiración a varios pensadores contemporáneos que conquistan una vigorosa autoridad en las teorías sociopolíticas actuales, incluyendo aquellas tienen directa relación con el asunto que nos ocupa en este ensayo. En parte por la prolongación de la influencia de Kant a través de este nutrido grupo de filósofos, juristas, teóricos políticos, etc., puede decirse que un sector importante del pensamiento presente se desenvuelve dentro de una renovada órbita kantiana que sería un error ignorar. No es exagerado decir que lo fundamental del debate sobre la diversidad se desarrolla todavía en una gran burbuja kantiana.

El principio de la racionalidad como consubstancial de la persona sirve de presupuesto básico para concebir la teoría del contrato social. En efecto, el contrato presume la existencia de los individuos racionales y libres que lo van a acordar. Es "el conjunto de individuos del pueblo" el que establece, voluntaria y conscientemente, el acuerdo que funda el estado civil y hace posible superar el estado de naturaleza (que no es en rigor un estado de injusticia, sino de ausencia de derecho o de ley) en que se encontraban hasta ese momento.

De este modo, la idea del contrato social es piedra angular que sostiene la concepción ilustrada de cómo se forma, mediante un pacto civil, la sociedad política. Y esta concepción marca la idea liberal sobre la naturaleza de la sociedad misma y sobre qué principios (de justicia, por ejemplo) debe sostenerse la cooperación social. En dicho contrato originario, sus "firmantes" instituyen la prioridad absoluta de la libertad individual, por encima de cualquier otra consideración exterior. La persona es un fin en sí mismo; jamás un medio, justamente porque es un ser racional y originalmente libre. Por lo tanto, dicha libertad no puede aceptar determinación o condicionamiento alguno (basado, por ejemplo, en consideraciones comunitarias o de otro tipo), sin que esto implique una negación de la racionalidad y la dignidad misma de la persona.

Desde luego, la teoría del contrato social es claramente insostenible tanto desde el punto de vista de la información histórica como de la antropológica. De un modo abrumador, las evidencias de la historia y la antropología indican que una teoría de este tipo no tiene ningún sustento. No existe el menor indicio de que un contrato de tal naturaleza se haya realizado jamás. Y puestos a buscar evidencias, las fuentes, en efecto, más bien avalarían la precedencia del organismo social –cuyo orden y disposición se mantiene mediante procedimientos netamente sociales como, entre otros, el ritual– y situarían la individualidad, en los términos postulados por los filósofos ilustrados, como un fenómeno de aparición relativamente reciente.

Así, pues, desde un punto de vista histórico o antropológico, es imposible postular que tales individuos pudieron constituir contractualmente la organización sociopolítica. En cualquier caso, hay que admitir que desafiados a justificar fácticamente una u otra posición, y dados los supuestos que inmediatamente entran en juego, podría ser tan difícil sostener la prioridad del individuo como la de la sociedad. Estamos ante la vieja polémica entre organicistas (holistas) e individualistas (atomistas) que ha dominado el pensamiento político durante siglos. Tal persistencia puede explicarse considerando que la respectiva prioridad defendida por una y otra constituye un postulado axiomático, necesario para la teoría, más que una cuestión que deba demostrarse mediante datos empíricos.

Pero como teoría del origen de la organización civil, el contrato social no sólo es insostenible en términos fácticos, sino que, además, involucra una inconsistencia lógica. Gellner advierte que, entre las conjeturas sobre los orígenes de la sociedad humana, la teoría del contrato social es probablemente la más famosa, "pero también la menos sustentable". La razón salta a la vista: es "evidente, descarada y cínicamente circular." La debilidad o falacia de la teoría contractual, explica el autor, radica en que da por supuesta "la cosa misma que está destina a explicar, esto es, la existencia de un ser capaz de establecer un contrato, lo cual equivale a decir un ser con la capacidad de conceptualizar una situación distante en el tiempo y especificada de un modo abstracto, y que además sea capaz de comprometerse efectivamente a conducirse de determinada manera cuando esa situación se presente (si se presenta)."

En realidad, el individuo del pensamiento liberal (con la capacidad para escoger entre opciones y asumir compromisos abstractos y anticipados), se encuentra prácticamente al final del accidentado camino social recorrido por la humanidad. La organización social, en su forma de estado civil, no pudo ser formada por tales individuos, sino que en verdad éstos son el resultado de la postrera constitución de aquélla. De ahí que los análisis socioantropológicos de la formación humana culminen, como ocurre con el propio Gellner, "con el tipo de sociedad que los teóricos del contractualismo dan ingenuamente por descontada al invocar el contrato como la explicación del orden social que lo hace posible." Irónicamente, pues, los contractualistas ofrecen –cuando lo hacen, atrapados en una versión de su propia teoría que podemos calificar de ingenua– una línea de explicación no del origen de la sociedad civil y política, sino de la naturaleza de nuestro tipo de sociedad actual.

Sin embargo, no hay que engañarse con esta fácil victoria frente al contractualismo ingenuo. Hay que vérselas todavía con una teoría contractual más poderosa. En efecto, es precisamente en la ausencia de cualquier pretensión de respaldarse en un hecho "histórico" donde radica el mayor poder heurístico y sociopolítico de la hipótesis contractual, al menos en la pujante versión kantiana y las secuelas que examinaremos más adelante.

La perspectiva kantiana que nos interesa aquí tiene poco que ver con los empeños historicistas y los adversarios que despiertan. Ciertamente, a partir de un enfoque ingenuo de la teoría contractual, a menudo se le busca dar un sustento "histórico": como un hecho que realmente ocurrió. No falta quien pretenda asegurar de este modo la solidez e inviolabilidad de tal pacto. Asumiendo el mismo supuesto, en cambio, los que recusan los fundamentos del pacto liberal alegan, sea que éste ya no es válido debido a los cambios de circunstancias, sea que nunca ha sido válido al menos respecto a aquellos (por ejemplo, los pueblos indios) que no "firmaron" el contrato (simplemente porque no fueron llamados para ello) o que jamás le dieron su "consentimiento". Los primeros piensan que con su afirmación historicista aportan argumentos para fortalecer la inviolabilidad del contrato; los segundos creen que poniendo en tela de juicio su realidad o vigencia históricas (esto es, objetando su calidad de verdadero consenso general o aduciendo su caducidad) pueden defender su demanda de anulación del contrato o, en su caso, de revisión del mismo.

En rigor, el punto fuerte del contrato que pone la libertad individual y la "propia voluntad legisladora" en el centro, y lo que le permite reclamar inviolabilidad de manera plausible, no se encuentra en su pretensión de ser un hecho histórico, sino en su carácter racional, en tanto "imperativo categórico". Ciertamente, Kant no sólo está lejos de buscar cualquier fundamento en hechos empíricos, en la "realidad" exterior a la razón –lo que le habría parecido un sustento endeble y fuera de lugar–, sino que explícitamente afirma que el contrato original no se refiere a un hecho histórico ni se sustenta en ese supuesto, lo que no quiere decir que no tenga alcance práctico. El filósofo sostiene que se trata "de una mera idea de la razón que tiene, sin embargo, su indudable realidad (práctica); a saber: la de obligar a todo legislador a que dicte sus leyes como si pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo, y a que considere a cada súbdito, en cuanto que quiere ser ciudadano, como si hubiera votado por su acuerdo con una voluntad tal. Pues ahí está la prueba de la legitimidad de toda ley pública".

Lo que hace al contractus originarius una base fuerte e inconmovible, aclara Kant, es el ser un "principio racional" para juzgar lo jurídico y lo político. El autor no busca los cimientos en el origen histórico del estado civil (más bien se inclina a establecer dicho origen en la violencia): "Kant –precisa Cortina Orts– separa la pregunta por el fundamento jurídico del Estado de la pregunta por el surgimiento". La tesis del contrato responde a la necesidad de "regular la dominación desde la idea de la voluntad unida del pueblo. Se trata, pues, de una idea regulativa, y no constitutiva, de la experiencia". En otros términos, "la idea de contrato sirve como modelo de perfección para sistematizar la experiencia, porque no está destinada a constituirla, sino a regularla."

¿Esto quiere decir que el contrato no es discutible ni puede ser revisado en ninguna circunstancia? En principio, esta es la pretensión de Kant y la generalidad de sus seguidores liberales. Poner en cuestión el contrato, en su concepción original, es tanto como atacar la regulación misma del estado civil o el estado de derecho. Pero, ¿es aceptable sublevarse, si no contra el principio racional regulativo, contra una expresión concreta de éste, contra un sistema constitucional o pacto en particular? Kant opina que esto no es admisible. Cualquier rebelión contra la autoridad soberana es condenable y punible, aún en el caso de que el rebelde juzgue que el contrato, que le da legitimidad a aquélla, ha sido violado. No se puede intentar el derrocamiento de la autoridad establecida por una constitución, lo que iría contra el derecho mismo; y en este sentido, también sería contradictorio que una carta constitucional autorizase legalmente su desconocimiento.

En suma, frente a los que ven el contrato "como algo que debía haber sucedido realmente, y pretenden conservar así para el pueblo la facultad de rescisión a voluntad, en cuanto juzgue que se ha cometido una flagrante violación del mismo", Kant argumenta tajantemente que "nunca corresponde al pueblo un derecho de coacción (insubordinación de palabra u obra) contra el jefe de Estado [en tanto encarnación de la soberanía]". Tampoco el derecho de rescisión puede establecerse en la constitución misma: "Que la constitución contuviera una ley para este caso, que autorizara a derrocar la constitución subsistente, de la que parten todas las leyes particulares, sería una clara contradicción..."

Es evidente que en lo tocante al rechazo de la rebelión es posible disentir del inflexible punto de vista de Kant a este respecto y, simultáneamente, seguir sosteniendo el carácter inconmovible del contrato en cuanto principio de regulación. Liberales que no suscriben la opinión de aquél en este y otros puntos polémicos (como la defensa de la pena de muerte, por ejemplo) en lo fundamental continúan apoyándose en la perspectiva kantiana. Un caso ilustrativo es el de Rawls, quien se mantiene básicamente apegado a la teoría contractual de Kant, mientras justifica la desobediencia civil. En principio, para aquel autor la desobediencia está admitida en términos pacíficos y "dentro de los límites de la fidelidad a la ley", pero sin descartar indefinidamente "la idea de la resistencia violenta". De hecho, además, hoy día es universalmente aceptada la validez del "supremo recurso de la rebelión" para enfrentar situaciones tiránicas u opresivas, como lo expresa la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos. En estricto sentido histórico, por lo demás, salta a la vista que una buena parte de los sistemas jurídico-políticos del mundo actual (comprendiendo entre ellos a los que más influencia han tenido en la conformación de los regímenes liberales contemporáneos, a saber, los que son frutos de las revoluciones de Norteamérica y Francia a fines del siglo XVIII) tienen su origen en rebeliones.

4. El contrato y el contexto cultural

Volviendo al esquema de kantiano, ¿es posible abrir una brecha para dejar entrar derechos específicos o particulares de grupos, vindicaciones colectivas, en un contrato fuertemente demarcado por los derechos individuales? Hasta en Kant, tan renuente a aceptar cualquier "rebelión" o recusación contra la organización civil y política que se sustenta en tal contrato originario, parecería encontrarse un prometedor resquicio para dar acceso a la consideración del contexto sociocultural. Exploremos esa posibilidad.

En efecto, su enfoque admite un supuesto en el que el contrato debería ser rechazado o, al menos, revisado. Una condición de ese supuesto es que los miembros de una sociedad, racionalmente, no aceptarían un contrato tal en el que ciertos derechos queden excluidos o conculcados. Kant, en efecto, equilibra el principio de obediencia (no-resistencia o no-rebelión) con el de libertad. Aunque el pueblo no tiene "derechos de coacción" sobre el soberano, tiene en cambio "derechos inalienables frente al jefe del Estado". Para poder manifestarse frente a lo que cree una injusticia, el ciudadano debe tener la facultad de "dar a conocer públicamente su opinión"; esto es, la "libertad de pluma" –limitada una a otra en su ejercicio, "en virtud del modo de pensar liberal" de los individuos– que "es el único paladín de los derechos del pueblo".

El pueblo, pues, ha de poder juzgar negativamente sus derechos, esto es, puede considerar ciertas decisiones o normas como si no se hubieran ordenado, como no legítimas. Esto se desprende de un principio reiterado por Kant: "Lo que un pueblo no puede decidir sobre sí mismo, tampoco el legislador puede decidirlo sobre el pueblo."

Por lo tanto, determinadas normas jurídicas, más o menos generales, podrían considerarse como no brotadas de la "auténtica voluntad del legislador", en tanto constituyen leyes que el pueblo no podría decidir sobre sí mismo porque irían en contra de "la idea del contrato originario" o no serían "conciliables" con éste. Un ejemplo que ofrece el propio Kant se refiere al caso en que se dispusiera "la constante perdurabilidad de cierta constitución eclesiástica, dada en otro momento". En casos como este, razona el autor, habría que preguntarse "si a un pueblo le está permitido configurar en ley el que deban perpetuarse ciertos artículos de fe y formas de la religión externa, aceptadas en otro momento". Eso equivaldría a que el mismo pueblo se impidiera "progresar" en la materia o "rectificar" puntos de vista. Es decir, implicaría renunciar al libre examen, facultad que es consustancial a la autonomía de la voluntad. Para Kant, "resulta claro que un contrato originario que configurara esto en ley sería en sí mismo nulo y vano" y, en consecuencia, podría ser juzgado y objetado. Y lo mismo se aplicaría a la constitución que brotase de tal contrato, pues el "espíritu de libertad" exige de toda constitución "la persuasión racional" de que su coacción es "legítima, a fin de no incurrir en contradicción consigo misma."

Al parecer, esta vertiente del pensamiento kantiano abre la posibilidad de corregir una versión restringida que no considera el contexto cultural. En la lógica indicada, podemos preguntarnos si a un pueblo le está permitido configurar en ley el que deban perpetuarse ciertas normas que niegan cualquier consideración sociocultural o, en términos más fuertes, privilegian una cultura, una visión del mundo, una lengua, una forma de organización social, etc., sin considerar la diversidad que existe en su seno o, peor aún, prefiriendo una configuración sociocultural y excluyendo a las demás. ¿Puede decidir el pueblo sobre sí mismo y sus componentes el establecimiento de una organización sociopolítica que pretende ignorar permanentemente diversos contextos culturales, particularmente en los casos en que, como es lo frecuente, en los hechos favorece uno de ellos? En términos kantianos, tal vez una constitución de esta naturaleza se fundaría en un contrato que puede ser juzgado y objetado, pues el pueblo se estaría impidiendo el libre examen, así como "progresar" y "rectificar" en lo tocante al asunto.

Es claro que lo anterior está implicando que se reclama el reconocimiento de la pluralidad y, consecuentemente, se acepta que existe un núcleo de derechos irreductible o "protegido" respecto a los diversos contextos, como es el caso del mismo libre examen. Sería una contradicción fundar el reclamo de reconocimiento de la pluralidad en el libre examen y la consiguiente posibilidad de rectificación, mientras se propugna, al mismo tiempo, por comunidades en las que dicha libertad quedase anulada o subordinada. En principio, la perspectiva "comunitarista" asumida no podría –en nombre de los valores comunitarios o de la tradición– anular tal libertad. Bajo tal convenio, se debería aceptar que las comunidades del caso tendrían que admitir ciertos límites, entre los que destaca el no imponer normas o tradiciones que imposibiliten totalmente el ejercicio de libertades fundamentales como el libre examen y la eventual voluntad de introducir innovaciones vía la rectificación.

Ahora bien, si la idea del contrato anteriormente esbozada resulta aceptable, entonces podría alegarse que la igualdad cultural –que presupone la consideración de los contextos particulares– no es una mera cuestión adjetiva, sino que resulta esencial o sustantiva incluso para la construcción de una sociedad consecuentemente liberal. Puesto que a un pueblo no le estaría permitido decidir "sobre sí mismo y sus componentes" que quedase permanentemente excluida la consideración de su diversidad, ningún legislador podría hacerlo legítimamente. Un contrato racionalmente aceptable no podría excluir permanentemente la diversidad. Ahora bien, ¿la diversidad entonces sería valiosa sólo porque se predica de un valor superior: el goce de los derechos individuales? Esa es una interpretación posible. Otra interpretación es que la diversidad sería valiosa en sí misma, en tanto su negación haría ilegítimo o nulo el propio contrato social.

El contrato sería moralmente inválido porque impondría sobre el pueblo de que se trata (y sus componentes) lo que éste no puede, como "autolegislador", decidir sobre sí mismo: desconocer su composición plural. En este caso, se estaría imponiendo a todos los individuos un punto de vista fijo que violaría sus libertades (particularmente su libertad de examen y crítica). Una representación contractual de este tipo quedaría reforzada si aceptamos que no es la "libertad negativa", como piensan algunos, sino la "libertad positiva" (esto es, el derecho a participar en la definición constitucional de los derechos), la que ocupa un lugar central en el sistema kantiano.

¿La interpretación que hemos esbozado es aceptable en el marco del sistema original kantiano? Aunque tal solución está cargada de atractivos augurios y consecuencias positivas para la diversidad, me parece que la respuesta debe ser negativa. Existe una capital contradicción entre la pretensión pluralista y el enfoque kantiano puesto a prueba. En efecto, como se verá más adelante, el deseo de los grupos de identidad es que sus rasgos socioculturales –en tanto sostienen un sistema cultural– sean reconocidos no de manera pasajera o provisoria (mientras se solventan ciertas desventajas que sufre la comunidad étnica), sino como una forma permanente de ser y de organizar la vida. Por consiguiente, esta misma pretensión de permanencia y fijeza podría ser alegada como factor de nulidad de tal contrato, pues iría en contra, por ejemplo, del esencial principio de libre examen. En el marco kantiano, efectivamente, sólo los principios relativos a la libertad individual (tanto en su sentido positivo como negativo, dejando aquí de lado cuál de éstos se considere central en el pensamiento de Kant) pueden considerarse fijos, inamovibles y prioritarios. La razón por la que no se aplicaría el criterio de nulidad también a los derechos fundamentales del contrato original (considerados fijos e inatacables a la vez), se encuentra en la lógica del constructivismo kantiano: dado que dichos derechos derivan de una construcción racional, en caso de que fuesen sometidos a revisión con idéntico procedimiento se obtendría el mismo resultado.

Es por ello precisamente que la filosofía kantiana constituye un sistema herméticamente sellado a la consideración de cualquier singularidad empírica o condición particular de los individuos, como sería el caso de sus especificidades socioculturales. Y esto deriva de la propia teoría del contrato social kantiano. Los consensos del contrato originario deben tener el carácter de universales, en tanto son construidos racionalmente; es decir, ser aceptables para todos con independencia de sus particularidades o sus fines. La universalidad exigida por la filosofía kantiana impediría concebir la inclusión en el contrato social de una particularidad como la identidad étnica, puesto que racionalmente ello debería ser excluido. Es por ello que, bajo esa lógica, las revisiones promovidas por los inconformes no podrían coronarse con una apertura a la diversidad. A la pregunta de si a un pueblo le estaría permitido configurar en ley fundamental el que deba perpetuarse el reconocimiento de derechos culturales, en principio un kantiano consecuente daría una respuesta negativa, ya que tales derechos referidos a la particularidad de las partes no pueden entrar entre las cuestiones pactadas en la situación original. Es decir, la diversidad no podría entrar entre las libertades fundamentales, precisamente en tanto aspire a colocarse como uno de los acuerdos fundantes o principios regulativos que derivan del contrato social originario.

5. La "posición original" en la versión kantiana de Rawls

En las últimas décadas, la teoría contractualista más elaborada e influyente (que asume abiertamente una fuerte raíz kantiana) es, sin duda alguna, la elaborada por John Rawls. Su Importancia en el debate teórico contemporáneo es tal que se ha llegado a decir que quien no está en debate con Rawls hoy día, debe explicar el porqué.

En esta perspectiva kantiana, como lo ha reiterado su autor, es la "posición original" –situación estratégica en la teoría del contrato social–, la que determina a cuáles principios "tienen que ajustarse los arreglos sociales". Tales principios son "aquellos que acordarían hombres racionales y libres en una posición original de igual libertad; y asimismo los principios que gobiernan las relaciones de los hombres con las instituciones y definen sus deberes naturales y sus obligaciones son aquéllos a los que ellos prestarían su consentimiento si se encontraran en aquella situación."

La pregunta es automática: ¿Por qué no podría incluirse la diversidad entre los principios acordados en la posición original? O bien, ¿por qué hombres racionales y libres en tal posición original no podrían prestar su consentimiento a que se incluyeran las consideraciones relativas a las particularidades socioculturales de cada uno de ellos? La razón se encuentra en que esta doctrina contractualista supone precisamente que las partes contratantes ignoran cuáles son sus características étnicas, sociales o económicas, y en general ignoran cuál es su posición. Es lo que Rawls llama el "velo de ignorancia", piedra angular de su construcción kantiana de la teoría de la justicia. Como lo explica el autor, la versión kantiana del contrato supone que en la posición original las personas tienen iguales poderes y derechos, y están excluidas las coaliciones y otras agrupaciones: hay perfecta asimetría entre los participantes. "Pero --agrega-- un elemento esencial (que no ha sido suficientemente advertido, aunque está implícito en la versión kantiana de la teoría) es que hay restricciones muy fuertes al conocimiento que se presupone que las partes contratantes poseen". Las partes no conocen: 1) su posición pretérita, presente o futura en la sociedad ni las instituciones, desarrollos tecnológicos, etc., que existen; 2) el lugar que ocupan en la distribución de talentos o aptitudes naturales (inteligencia, fuerza, sexo, etc.), y 3) "sus propios intereses y preferencias particulares ni el sistema de fines que desean promover: no saben cuál es su concepción del bien".

Rawls piensa que el velo de ignorancia es un supuesto esencial si es que quiere evitarse que cualquiera de las partes obtenga ventajas a la hora de adoptar principios. Asimismo, es crucial para evitar que alguna contingencia sea considerada por las partes a la hora de definir acuerdos, contaminando así los principios pactados. La simetría y el velo de ignorancia promueven los acuerdos racionales y, asimismo, que todos busquen llegar a principios unánimemente aceptables.

Por consiguiente, si las partes ignoran sus circunstancias de todo tipo en la posición original, están lógicamente impedidos de ponerlas en juego (lo que esta versión kantiana considera, además, como un factor positivo). Así, pues, la diversidad sociocultural estaría bloqueada por el velo de ignorancia y no podría ser parte fundamental, en tanto principio racional y universal, del contrato originario. El reconocimiento de la diversidad no podría entonces ser parte de los principios de equidad social. Esto es, la diversidad no podría transferirse a los principios acordados, puesto que, según Rawls, la "equidad de las circunstancias en las que se alcanza el acuerdo se transfiere a la equidad de los principios acordados", y, como hemos visto, tales circunstancias excluyen el conocimiento y la inclusión de la diversidad sociocultural. Dado que los principios acordados sirven de base para construir los principios de justicia, Rawls piensa que puede llamar "justicia como equidad" a los que incluye en su teoría de la justicia. Preguntemos de paso: ¿Dentro de esa lógica, nos estaría prohibido una teoría de la diversidad que pudiéramos denominar "diversidad como equidad"?

En la lógica kantiana queda en todo caso en pie el principio de la prioridad absoluta de los derechos individuales frente a cualesquiera otros (v. g., los colectivos). Es por eso que, dentro de ese esquema, a lo más que se puede llegar –de cara a buscar sustento a los derechos que derivan del contexto– es a plantear que los derechos culturales son importantes porque permiten, facilitan o hacen posible el ejercicio de los derechos individuales. Con lo que, de hecho, se está planteando la prioridad de éstos, únicos que pueden servir, eventualmente, de parámetro para justificar el respeto a las especificidades socioculturales. Es en este sentido que los analistas liberales pueden sostener que los derechos socioculturales o los colectivos son, en realidad, una "extensión" de los individuales. Estamos, pues, faltos de una argumentación detallada y comprehensiva que permita fundar los derechos colectivos por sí mismos, sin dependencia terminante del sostén individualista. Esa es la gran tarea que tenemos enfrente.

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