lunes, 24 de agosto de 2009

ANTROPOLOGÍA LATINOAMERICANA: UNA HISTORIA

ANTROPOLOGÍA LATINOAMERICANA: UNA HISTORIA

Ana María Rocchietti
Escuela de Antropología
Facultad de Humanidades y Artes
Universidad Nacional de Rosario
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“El secreto no puede ser develado estéticamente; es esa especie de punctum, habría dicho Barthés de la fotografía, es decir, su secreto es esa cosa inexplicable y no transmisible, que no es en absoluto interactiva Algo está allí y al mismo tiempo no está”. (…) ¿El vacío es un espacio radical? (Jean Braudrillard. La estética de la Modernidad, 2001)


Nuestro ensayo reflexiona sobre algunas características de la antropología latinoamericana a la luz del conocimiento que ella ha aportado sobre esta vasta sociedad continental, considerando que él es singular, por lo sistemático y metodológico pero –al mismo tiempo- una acumulación contradictoria de conceptos. Centralmente, sostiene que las perspectivas antropológicas de América Latina están dotadas de originalidad cuando ayudan a desandar el colonialismo y a radicalizar la práctica política de las clases subalternas[1][1], que posee potencial político emancipatorio pero que –mientras no lo intente- permanece como un corpus singular pero vacío.


Lo singular es incompleto

El destino de la antropología pareció ser, después de la Segunda Guerra Mundial, el de un campo residual, sometido, a la vez, a la extinción de su objeto y a la constitución de una subjetividad epistémica anómala en el dilatado ámbito de las ciencias sociales. La voracidad económica y política de Occidente casi lo disuelve por la época de Tristes Trópicos[2][2] y los frentes de batalla de la Globalización lo resucitaron para explicar el conflicto interétnico y el choque de culturas ofreciéndole la suerte de penetrar en el quehacer de la historia, de la educación y de la filosofía. Es que siempre ha resultado difícil erradicar la curiosidad por lo ajeno y por la constatación de que las sociedades y sus culturas e ideologías son –en definitiva- transitorias Todorov la había considerado una sociología desde afuera (Todorov, 1993) y muy posiblemente en ella se convertirá a fuerza de inmiscuirse en los asuntos del adentro.
“El antropólogo ha de esforzarse en encontrar un terreno de entendimiento común. Ha de elaborar un discurso que, aprovechando su exterioridad, habla al mismo tiempo a los otros y de los otros” (Bestard y Contreras, 1987: 10).
Las definiciones corrientes ponen de relieve las principales tensiones de la investigación antropológica: entre lo universal y lo particular, entre sujeto y objeto, entre teoría y práctica, entre lo interior y lo exterior, entre lo explícito y lo implícito, entre procesos y acontecimientos, entre estructuras y acontecimientos, entre descripción y movimiento, entre totalidad y singularidad. Sea que se estudie una sociedad primitiva, sea que se indague un segmento atrasado, postergado o colonizado de cualquier sociedad no podría ignorar que tanto su nacimiento como su desarrollo han sido y son parte de la expansión de las relaciones de producción capitalistas y que no existe antropología, ni racionalidad dialógica (que según todos, la caracterizaría) sin esa fuente sociológica fundamental. El capitalismo ha creado –simultáneamente- a la alteridad en sentido moderno y a la antropología como su saber especializado. Es por ello un “objeto singular” en una sociedad que se ha especializado en la formación de multitud de objetos y de disciplinas de la mano de la formación de valor y de plusvalor. Desde este punto de vista, la antropología es un singular incompleto ya que eleva a episteme la externalidad histórica de las relaciones que el capitalismo ha sabido definir respecto a sus dominados. [3][3] Esta singularidad le ha dado un doble carácter: su método es, a la vez, heurístico (proveedor de información) y moral (nunca deja de reflexionar o prever aquello que instituye un “deber ser” de la práctica de la antropología.
Podemos demarcarla, así, en términos de sus categorías históricas y de su estructura conceptual tanto como en lo de la particular conciencia epistémica que surge en el seno de su práctica: generalmente culposa, frecuentemente comprometida., habitualmente lastimada por la desigualdad y las transformaciones producidas por el capitalismo. Los fundamentos de su pretensión de racionalidad se apoyan en el diseño y en las reglas del método, teniendo en cuenta, la mayor parte de las veces se explicita como un campo semiótico alimentado por la práctica misma más que por la intención de su gobierno. La dirección reciente de esta semiosis apunta a otorgar a los antropólogos el status de “nativos de ellos mismos” (Zahuar, 1988: 108) desperdiciando tiempo y energía en la crítica solipsista de los conceptos, afectos y preceptos presentes o surgentes en el trabajo de campo planteado como un encuentro de subjetividades en el que se registran significados y contextos bajo una racionalidad cultural inmanente y un carácter absoluto de la observación.
Queda expuesta, de se modo, la insuficiencia de la singularidad antropológica, su carácter incompleto en la medida en que la observación participante (o cualquier otro tipo de técnica heurística) es excluída de la “intervención en la realidad” para transformarla y toma plenitud de sentido en la confrontación de dos proyectos políticos: el del propio observador y el de la gente estudiada. Su carácter de campos de lucha se liga a los procesos de dominación de los significados que no escapan a la naturaleza modélica e inconsciente de las normas culturales, como describía Lévi-Strauss y que, cuando se verifican, lo hacen en la realidad enigmática de un “sujeto que habla” (Guiart, 1989).
Las culturas teóricas de la antropología también han tenido algo que decir en relación con la constitución de la realidad y allí se revelan, asimismo, incompletas. El monismo teórico ve en pie de igualdad a todas las perspectivas (las de los que hablan y las de los que registran): el trabajo de campo de los antropólogos no sería sino la contrapartida de los métodos con que la gente estudiada aprende su propia cultura. Ésta era la convicción de Boas y de Malinowski en los albores de la disciplina.). En él, el mundo de las apariencias es el único existente y la verdad es creada por los sujetos a medida que interactúan. El conocimiento no sería sino el esfuerzo por entender el flujo de las percepciones y esto no se discutía a principios del siglo XX porque entonces, los “primitivos” o sus similares eran viables. Cuando esto dejó de ocurrir fue necesario encontrar un campo de aplicación que no consistiera meramente en la colección de museo o en el examen documental. Los hombres reales empezaron a ceder el paso a sociedades y tradiciones abstractas dotadas de coherencia atemporal. Por el contrario, el dualismo teórico implico suponer que el orden de la sociedad equivale al orden que pone la teoría social sobre la observación o sobre sus productos ofreciendo un cuadro susceptible de ser creíble o verificable pero siempre mental. Esta tradición la inició Durkheim produciendo algunas dislocaciones perdurables: por ejemplo, la división del trabajo pertenece más al orden moral que al orden económico, los “hechos” sociales derivan de la ontología sociológica de las reglas del método, las cuales develarán ésa y otras dimensiones de la solidaridad automática u orgánica. Pero fue el estructuralismo el más completo motor dualista y el que más insistió en la bifurcación entre existencia y sistema lógico-referencial en la totalidad cultural.


Sujeto sartreano y sujeto althusseriano
Existe, en las ciencias sociales contemporáneas, una concepción implícita sobre el sujeto en la sociedad. La concepción tiene dos filosofías opuestas (pero de algún modo complementarias) y ofrecidas a elección en la cultura teórica de los antropólogos. Podemos sintetizarla como la que escinde a los sujetos en sartreanos y en althusserianos siguiendo el hilo retórico de los dos filósofos que más influencia han tenido en el mundo colonizado por el imperialismo contemporáneo en términos de luchas de liberación.
Las influencias filosóficas fundamentales sobre Jean Paul Sartre fueron Edmund Husserl y Martín Heidegger[4][4]: del primero tomó la idea de la intencionalidad de la conciencia en relación al mundo; del segundo la de la existencia como “arrojada” al mundo, minada por la contingencia y la temporalidad. En el Ser y la Nada (1943) desplegó una visión sobre la condición humana atravesada por la libertad pero también por los límites de las cosas y de las relaciones con los demás.
La conciencia sin contenido no es nada; necesita como referente al mundo. El ser para sí es esta nada que se afirma conociendo al mundo ya que no posee autosubsistencia. El mundo es concreto pero opaco. No tiene Verdad ya que es ocultamiento. Es el conocimiento humano el que ha ido develando y construyendo la estructura de la realidad. La conciencia, en principio, es nada. Es puro proyecto. Es libertad indeterminada frente a la realidad (que como ya transcribimos, no tiene transparencia, es opacidad, es oscuridad). Al develar la realidad, la conciencia alcanza su propia entidad, se revela como existente. Entonces, la conciencia es existencia. El movimiento por el cual la conciencia se vincula con el universo para iluminarlo es un acto de libertad. Su tesis, entonces, es que la conciencia como existencia es acción.
La libertad es algo capaz de trascender cualquier determinismo y una fuerza que no puede encontrar la realización absoluta en ningún sistema social. Los hombres siempre están obligados a elegir. Por esa razón, la conciencia no es conocimiento ya que el pensar no es un acto contemplativo ni reflejo de la realidad: la conciencia es libertad y no tiene un programa innato que la defina,

“...la exigencia de la libertad es que la realidad pueda revelarse siempre como contraria a mis designios.” (Existencia y Verdad: 125).

“...la libertad resigna la ignorancia fundamental del destino general que el mundo reserva a la empresa humana...” (ibidem: 127)

Todo sistema social es una virtualidad, una totalidad, síntesis inerte de las ideas y realizaciones pasadas. Pero la multitud no puede ser propiamente sujeto: la serialidad numérica de las masas tiende a la alteridad (no a la integración). Todo lo que el hombre convierte en estructura cosificada puede convertirse en prisión. Nuestro infierno son los “otros”.
Cada época genera un sentido de la historia que se escapa a los contemporáneos. La visión global de la historia siempre aparecerá como una síntesis ajena a los protagonistas:

“...el hombre es el obrero de una verdad que nadie conocerá jamás” (ibidem: 132).

Sartre reivindica la historicidad de los conocimientos, la pluralidad de las perspectivas, la finitud y la contingencia de los intentos intelectuales. El problema de la verdad surge porque la conciencia quiere afirmarse como libertad y como existencia y la verdad aparece como un momento de la una y de la otra.
Althusser procuró indagar cuánto del pensamiento de Hegel quedó, finalmente, en Marx. Tomó partido por una filosofía del concepto por oposición a la filosofía de la intuición, con lo cual procuró evitar todo subjetivismo metodológico y toda irracionalidad religiosa o política. Para pensar en toda su complejidad el paso de Hegel a Marx, empezó por afirmar que el problema del contenido en la Filosofía de Hegel es, en primer lugar, un problema de Historia. En la filosofía del concepto (de raiz cartesiana pero también platónica) lo que se busca es la verdad y lo universal. En el pensamiento cartesiano permanece una intuición fundamental: Dios y, por tanto, es una filosofía de la intuición. Contra ellas se desenvolvió el concepto.
Hegel no reduce el concepto a una intuición ni a términos contradictorios (por ejemplo como los que establecerían entre idea general y contenido concreto) sino a tres: la triplicidad desenvuelta por su dialéctica (tesis/antítesis/síntesis). Por el contrario, Marx da primacía a la acción revolucionaria y, de allí que la totalidad histórica concreta se vuelve, a priori, la condición de todo obrar humano. La historia no sería una forma abstracta como para Hegel porque para él, la historia es trabajo y éste es el trascendental a priori que condiciona la actividad teórica y práctica del hombre; la totalidad histórica concreta. Pero debemos a Hegel este concepto de totalidad significante y su naturaleza racional. Acudiendo a las categorías de Kant (entender a Kant es superarlo), Althusser nos afirma que El Capital de Marx es nuestra analítica trascendental y que Hegel es la conciencia de Marx en la medida en que éste se reconoce en aquél.
Pero, Marx no transporta, lisa y llanamente, la dialéctica de Hegel, no queda capturado por la verdad hegeliana porque realiza un violento ataque al Estado prusiano que Hegel ensalzaba. . En realidad, Marx inaugura un espacio nuevo que no coincide ni con Hegel ni con la Economía clásica ya que constituyen modelos antagónicos, radicalmente diferentes, en relación con el pensamiento marxista, puesto que el punto de partida es una “totalidad” que conciben de manera distinta. En uno, hegeliano, impera la continuidad homogénea, el tiempo es un contínuo en el que se manifiesta la continuidad dialéctica del proceso de desenvolvimiento de la idea; por lo tanto, es posible periodificar el paso de una totalidad dialéctica a otra. En la totalidad marxista, escribía Althusser, la contemporaneidad del tiempo es una categoría del presente histórico. Si el tiempo es la existencia de la totalidad social, se impone esclarecer cuál es la estructura de esa existencia. La estructura de la existencia es tal que todos los elementos del todo coexisten siempre del mismo modo, y son contemporáneos unos de otros en el mismo presente. Esto significa que la estructura de la existencia histórica de la totalidad social permite proponer el “corte de la esencia”, una operación por la cual se hace en el tiempo un corte vertical, un corte del presente de modo que todos los elementos del todo revelados por ese corte están entre sí en una relación inmediata que expresa inmediatamente su estructura interna. Allí aparece, entonces, la esencia específica de la totalidad social. “Nadie puede saltar por encima de su tiempo”
La totalidad marxista no es ni “expresiva” ni “espiritual”, está constituída por cierto tipo de complejidad; es la unidad de un todo estructurado y en ella coexisten niveles relativamente autónomos, articulados los unos con los otros según una determinación específica (en última instancia, la economía). En todas las formas de sociedad hay una producción determinada y las relaciones engendradas por ella pertenecen a un nivel de importancia. Cada nivel de la totalidad tendría su propio tiempo, relativamente autónomo pero no independiente y, así, existiría un tiempo de las relaciones de producción, un tiempo de la superestructura, un tiempo de la política, un tiempo de la estética, etc. (Althusser, 1968).
Considerada de este modo, la sobredeterminación permanente e inevitable de la estructura configura la temporalidad de la sociedad y produciría dos efectos: o, el de un molde concreto que sólo la revolución (violenta) podría hacer estallar; o, una sumisión modelada por la estructura cuya prisión sería casi imposible atravesar. En esta reflexión no existe sujeto, sólo estructura. El sujeto, su existencia histórica, son disueltos por una realidad superior, auto-constituída, inmanente.
¿Por qué evocar estas concepciones en una aproximación a la antropología contemporánea? Porque lo que ellas sostienen desenvuelve, en primer lugar, el tema antropológico central de el lugar del sujeto en la historia y en la sociedad. Y, en segundo, la historia de la verdad antropológica.

La historia de la verdad
Foucault sostenía que la conciencia epistemológica sobre el Hombre que se consolidó en el siglo XIX (siglo de nacimiento formal de la antropología científica) fue desarrollada en un molde reducido y limitado ya que el objeto y el sujeto (el Hombre) estaba encerrado en la Finitud, era prisionero de los contenidos empíricos del lenguaje, del trabajo, de la vida y su antropología era una antropología “interesada” en la medida –amplia y profunda- en que es el lenguaje el lugar donde se pone límite al pensamiento humano a través de procedimientos de control, selección y circulación (Las palabras y las cosas) en un mundo investido de deseo y poder (El orden del Discurso).El filósofo estaba hablando de una nueva clase dominante –consolidada en el poder durante el siglo aludido- que necesitaba desprenderse de sus enemigos mediante una dominación (explotación económica) intensa y eficaz y fabricar subjetividades adiestradas a las exigencias de acumulación del capital. En ese sentido, la antropología cumplió su cometido: amplió las verdades sobre el Hombre indagando bajo esta categoría a las sociedades históricas (etnográficas o no etnográficas) a escala del mundo con un método que siguió el desarrollo del “objeto”.
La historia de la verdad antropológica ha consistido en examinar la relación entre acontecimiento y estructura (o entre historia y función sistemica) optando siempre por la sutura de la historia y por la superficie plana de la sincronía sistémica. Eso hace a la diferencia entre antropología e historia como una interrupción ideológica y a la desconfianza historicista una herramienta, también, ideológica.
Ya que toda identidad es una objetividad amenazada (Bruner, 1992), la identidad de la antropología está amenazada por la naturaleza y las consecuencias de su verdad. La apelación a la singularidad (de teoría, de resultados, de método) es un concreto ideológico proporcional a la pretensión de considerar a la verdad como un reflejo multilateral y objetivamente exacto del fenómeno que estudia, sólo excusable en el concreto de la representación crítica, como totalidad de sobredeterminaciones históricas (especialmente las de la acumulación de valor capitalista) y de sobredeterminaciones políticas (Rocchietti, en prensa) y su síntesis: las clases y las naciones económicamente explotadas y políticamente dominadas, objeto epistémico privilegiado por la antropología de campo.
Si recodamos que el acto de conocer no consiste, precisamente, en una asimilación pacífica sino en un acto violento donde toda interpretación viene a imponerse a otra (sostenía Nietzsche), la violencia implícita de la antropología radica en la historia social de sus persistentes categorías de pensamiento y de método.
La totalidad histórica supone un horizonte sistémico tanto como utópico (Cfr Aróstegui, 1995: 187), una tensión básica por realizarse como estructura y como acontecimiento, como estabilización relacional y como irrupción súbita en la superficie del tiempo con consecuencias irreversibles en la experiencia humana. Una de esas irrupciones es la de la verdad: la verdad como acontecimiento radical y violento en el que –al contrario de lo que suponía Kant- la historia no sigue el plan de la naturaleza.
Las consecuencias de la verdad antropológica habría que examinarlas a la luz de la cuestión social [5][5](uno de los motivos básicos de su nacimiento) y del carácter fundamental de la desposeimiento económico y subjetivo por el capital en la vasta “geografía del hambre” (De Castro, 1969) contemporánea. Ya que la teoría es una cultura activa[6][6] su carácter de palabra política no puede cuestionarse así como tampoco puede hacerse caso omiso de la existencia de tradiciones teóricas que favorecen la asimilación práctica de las culturas científicas disidentes. Si no puede negarse el derecho a que las memorias sociales estén recuperadas en el conocimiento, tampoco puede ignorarse la “verdad” antropológica como efecto político de la antropología. Un efecto ejemplar es el tránsito desde la antropología de la dominación (que desnudaba el colonialismo económico, político y cultural) a la antropología de las identidades o de las “alteridades”; es decir, desde la denuncia política a la reificación embellecedora que subalterniza permanentemente al objeto epistémico volviéndola no una verdad revulsiva sino la lógica cultural del capitalismo tardío.
Marx decía que el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual en general (Marx, 1857). La política no sería sino el reflejo de las relaciones económicas y, por lo tanto, su aparente autonomía deviene de la singularidad de la dominación ideológica y de la explotación económica. Su lugar o centro es el del lugar de la organización estratégica de la clase dominante y de la estratégica organización de su verdad epistémica. Allí, y sólo allí, toman espesor tanto el horizonte sistémico como el horizonte utópico de dicha verdad. De nada valdría reflejar la vida cotidiana, la perspectiva de los actores, sus narrativas si no se trasciende esa centralidad estratégica., a menos que sólo se aspire a al naturalismo etnográfico de los estilos de socialización y desarrollo convertido en juego de lenguaje.

Cultura e ideología
Sin poder dejar de aludir (y aludirse) a la etnología europea, la antropología latinoamericana requiere ser pensada en relación con sus aportes. Pueden ser estimados de tres tipos: sistemáticos, metodológicos y emancipatorios. En ella se verifican los conflictos inherentes a un conocimiento, en sí mismo, colonial pero que aspira a liberar al colonizado.
Habermas (1989) se preguntaba si la Filosofía es una fuerza productiva o una Ideología. Esta misma pregunta cabe en el caso de la antropología. En el caso del filósofo, la revalorización de la producción de cultura como fuerza política reemplaza al lugar que tenían en la teoría de Marx la religión y la moral. En la obra del fundador del marxismo, la ciencia y la técnica eran puro potencial productivo (ya que definía al propio materialismo histórico como ciencia revolucionaria). Habermas señala que ellas reemplazan en el mundo contemporáneo a aquéllas y asumen el rol ideológico que antes tenían. Es que, en relación con lo social, encontramos pasajes o transiciones perturbadoras: en Marx, de la filosofía a la política y de ésta a la economía; en Sartre, el querer dar fundamento existencial a la dialéctica, en Althusser, el querer dar fundamento epistemológico a la dialéctica y, si cabe, en Lukács, hacer de la dialéctica una ontología social. Más o menos, los mismos dilemas de la antropología latinoamericana cuya aspiración concreta es comprender o explicar la práctica social en dimensión de totalidad. Su singularidad incompleta aparece cuando no logra la unidad con la teoría.
Según Lukács, alcanzar el punto de vista de la totalidad significa superar la concepción que tiene al individuo como sujeto (Lukács, 1985) (el sujeto verdadero sólo podría serlo la clase social y, en ese espacio, el proletariado[7][7]), cuestión problemática cuando se abordan los movimientos sociales latinoamericanos y la antropología de la pobreza en el marco de los cuales se estudia, hoy, el papel de la subjetividad subordinada y explotada. Es que, en términos de praxis, ella debiera respetar la primacía del objeto; es decir, el sistema global de la sociedad.
El problema radical consiste en la premisa de que el ser social precede al sujeto (en Marx al igual que en Durkheim) y en el reclamo de no permanecer como literatura contemplativa. ¿Cuáles son los contextos prácticos, entonces?
El primero, el del capitalismo globalizado y del auge de la Filosofía moral de Kant y de la Filosofía del Derecho de Hegel en la discursividad científico-social. Ambas pertenecen a la ideología de la burguesía y en la pleamar liberal ellas se vuelven la referencia explícita e implícita de los conceptos. Ya no se puede pasar indiferente frente al sujeto o la subjetividad. El otro aspecto a examinar es la fusión weberiana del sujeto (actor) y del valor (que ya no es solamente valor de uso y valor de intercambio sino también semiosis social) en el seno de una ciencia que, por otra parte, nunca fue marxista. Solo el método puede ligar el contexto práctico con el sujeto en la medida en que si lo universal suprime a la humanidad (Adorno, 1975), la observación participante presume el registro de la cotidianeidad y de la constitución profunda de la subjetividad como valor cultural. La antropología –en tanto episteme- reconcilia lo universal (el método) y el humanismo histórico (la supremacía de la práctica). En esta dirección: ¿cuál es la contribución sistemática concreta? En primer lugar haber descubierto los arbitrarios culturales (o la arbitrariedad de la cultura); en segundo, la autodeterminación humana como fuente de diversidad y de pluralidad y, por fin, la materialidad política de los conceptos (de las ideas) en la vida social. En este sentido no importa tanto la secuencia de sus objetos de investigación (pueblos etnográficos, campesinos, clases subalternas) como la insistencia en que los “otros” son siempre ejemplos de la diferencia, neutralizando su irritante constatación para una praxis universal (el capitalismo) que fabrica y destruye “otros” sin parar. La insistencia en que el ser social precede a la conciencia justifica epistemológicamente la contemporaneidad histórica y política de la cultura teórica con los acontecimientos así como sus avances y retrocesos como conocimiento activo y como crónica microsocial.
En América Latina este dilema tiene como correlato la historia interna de la antropología, escindida en cuatro propuestas: la antropología intelectual y económicamente dependiente, la antropología nacionalista o localista, la antropología liberal (de derecha y de izquierda) y la antropología crítica (generalmente coincidente con la nueva izquierda o el progresismo político en general). Todas ellas se han desenvuelto en el marco de la historia latinoamericana (cruenta y oscilante) y de la existencia de, por así decir, una cultura “lenta” (las sedimentaciones ideológicas) y una cultura rápida (de la producción mediática de imágenes) en el seno de la modernidad incompleta del extenso continente. Si capital y trabajo son antagónicos y si la humanidad estudiada por los antropólogos es –básicamente- trabajadora, el compromiso sistemático y metodológico otorga carácter al desarrollo histórico de su episteme (tanto en su rigor como en sus obligaciones). Esta singularidad emerge en el método. Si la participación observante, la observación en participación o la observación participante (con sus matices pero aludiendo a una única referencia práctica de lo que hay que hacer) es una clave para “hacerse cotidiano”, el método se torna una cuestión estratégica.
El observador, ante todo, no puede reducir todo a objeto. El observador es libre de comprometerse o no. Su autonomía está amenazada por la capacidad (histórica y política) del observado para comprometerlo, entonces el método deviene irresuelto por la plenitud histórica de la observación; deviene tensión incompleta entre ciencia e historia y la certeza sobre la verdad (diferente de la ideología) no es sino la visibilidad de la cultura y su potencial para poder identificar las resistencias sociales y las contra-culturas. Al unificar sistematización y método habria de volverse constitutiva de la antropología la indagación de la naturaleza de las fuerzas productivas,.del nivel tecnológico de los medios de producción, la propiedad privada y la organización del trabajo aún en ámbitos donde este formato pudiera parecer sociológico. El colonialismo[8][8] y la confrontación de clases sociales materializan los mecanismos concretos y causales que configuran las estructuras sociales. Uno y otra “producen sistemáticamente” proletarios -los “observados”- y, por consiguiente la medida de lo que desconocen ellos y los antropólogos sobre el sistema colonial es el enmascaramiento ideológico del trabajo de campo.
Existen tres cuestiones que alientan la ideología. Una es la determinación estructural de la subjetividad; esta causalidad ideológico-cultural no nos es completamente conocida porque los sujetos parecen existentes en sentido sartreano: hablan y hasta actúan como si fueran autónomos y dotados de voluntad política. Otra es la posibilidad de conocer a la sociedad como una totalidad fundante de procesos parciales (es decir, de acciones y acontecimientos dotados de cierta autonomía existencial) Esta perspectiva nos haría ver a lo social como una discursividad abierta[9][9]. De acuerdo con ella, no hay sujeto social central o protagónico sino múltiples “posiciones del sujeto” (y, por tanto, el proletariado, las clases subalternas ya no serían el objeto de investigación obligado si se desea “saber” sobre la vida social. Por ultimo, restan las nacionalidades locales del posmodernismo con sus etnias, la revelación multicultural y la conversión híbrida del mundo contemporáneo. Todas permiten la crítica sistémica y civilizatoria del capitalismo pero conllevan el “riesgo ideológico” de “contemplar” el contexto práctico sin avanzar en la emancipación.
Además, la antropología es juez y parte del nacionalismo latinoamericano. Tanto del nacionalismo tradicional con su intento por edificar nuevas naciones culturales con el protagonismo hegemónico de la burguesía emancipadora, dependiente de Europa en el siglo XIX y de Estados Unidos en el XX, como de nacionalismos alternativos: el nacionalismo inaugurado por la Revolución mexicana, anti-imperialista, que llegó a disputar el poder a la oligarquía entre 1910 y 1930, en casi todas partes; el reformismo político y el populismo disputando el poder a las dictaduras militares y los movimientos populistas nacional-revolucionarios. En acorde con estos marcos políticos y su destino dispar en la tenencia del poder, los avances y retrocesos de la antropología son, asimismo, dispares en la misma proporción en que es una ciencia dependiente de y formada por el Estado: por una relación de dominación que no cesa aun en los impulsos democratizadores.
Esta situación epistémica puede describirse sencillamente: la burguesía interna a los países latinoamericanos es la más grande enemiga de los cambios estructurales pues ella es resultado de la estructura colonial del capitalismo. La antropología practicada habitualmente describe con un lenguaje culturalista lo que es políticamente perturbador: la explotación económica y la dominación cultural. La confrontación entre clase social y clase social, entre sujeto y universal, entre etnia y nacionalidad acumula –también- la contradicción de la efectividad inconducente[10][10].


Conclusiones
La antropología latinoamericana acumula en su historia conceptos, sistematizaciones y metodologías en contextos prácticos de colonialismo y dominación. Esa acumulación nunca podría dejar de ser contradictoria en fines y en acciones si se pretende unir teoría y práctica. Señalamos como tales la síntesis weberiana del sujeto de investigación, la verdad construída sobre la visibilidad de la cultura y la situación ideológica del trabajo de campo basada en la dimensión implícita de desconocimiento del sistema completo (por los antropólogos y por la gente estudiada aún cuando él puede originarse de manera distinta en uno y otro y variar en magnitud y compromiso) y la politicidad radical de estar sujeta al Estado (y, por consiguiente, de la relación de dominación básica).
Estas contradicciones no hacen ni superflua ni capciosa a la antropología: sólo –como desde antaño- un singular incompleto.

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Referencias bibliográficas



Adorno, Theodor W. 1975 Dialéctica negativa. Taurus. Madrid.
Althusser, Louis 1973 Los aparatos ideológicos del Estado. En Escritos. Laia. Barcelona.
Anderson, Perry 1979 Consideraciones sobre el marxismo occidental. Fontamara. Barcelona.
Aróstegui, J. 1995 La investigación histórica: teoría y método. Crítica. Madrid.
Bestard, Joan y Jesús Contreras 1987 Bárbaros, paganos, salvajes y primitivos. Una introducción a la antropología. Barcanova. Barcelona.
Braudrillard, Jean 2001 La estética de la Modernidad. En J. Braudrillard y J. Nouvel Los objetos singulares. Arquitectura y Filosofía. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires.
Bruner, José Joaquín 1992 América Latina: cultura y modernidad. Grijalbo. México.
Castel, Robert 19 La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado. Paidós. Buenos Aires.
De Castro, Josué 1965 Ensayo sobre el subdesarrollo. Siglo XX. Buenos Aires.
Guiart, Jean 1989 Chaves da Etnologia. Zahar. Río.
Habermas, Jürgen 1989 Teoría de la acción comunicativa. Taurus. Madrid.
Laclau, Ernesto 1993 Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Nueva Visión. Buenos Aires.
Lukács, Georg 19 Historia y conciencia de clase. Sarpe. Madrid.
Marx, Karl 1859 s.d. Introducción General a la Crítica a la Economía Política/1857. Ediciones Carabela.
Musse, Ricardo 1993 Teoría e Prática. En Loureiro, Isabel María y Ricardo Musse (organizadores) Capitulos del Marxismo Occidental. Zahar. Río.
Rocchietti, Ana 2004 Crímenes perfectos: cultura, libertad y autodeterminación. En Herramienta, en prensa.
Sartre, Jean Paul 1989 Verité et existence. Gallimard. Paris.
Todorov, Tzvetan 1993 Las morales de la historia. Paidós. Barcelona.
Zahuar, Alba 1988 Teoría y práctica do trabalho de campo: alguns problemas. Zahar. Río.

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[1][1] La autora invoca para este trabajo su experiencia en campo y las discusiones suscitadas en el dictado de la Cátedra Problemáticas de Historia Americana, dictada por invitación del Departamento de Historia, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2003. Agradezco a José Daniel Benclowics y a María Lloberas por los cuestionamientos.
[2][2] Claude Levi-Strauss.
[3][3] Dejamos de lado, aquí, el interés etnológico que puede haber estado presente antes del origen de las relaciones capitalistas de producción pues no estaba acompañado de su sistematización teórica y práctica.
[4][4] Sin embargo, también derivó su filosofía de la dialéctica de Hegel y del marxismo.
[5][5] Cuestión social cuya metamorfosis no es sino la dialéctica de lo igual y de lo diferente, es decir, la identificación de las transformaciones históricas de sus modelos (Castel, 1993)
[6][6] Y un “frente teórico {de lucha}”. Cfr Anderson, 1979.
[7][7] El proletariado se realiza suprimiéndose y llevando hasta el fin la lucha de clases.
[8][8] Hablamos de colonialismo pues el imperialismo ha regresado a las formas más transparentes de apropiación de territorio ultramarino.
[9][9] Temática que inauguró Michel Foucault y que siguió, con no mucha fortuna en el campo de la antropología, Ernesto Laclau (1993).
[10][10] Expresión que debo a Edgardo Garbulsky

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