lunes, 12 de octubre de 2009

Darwin 1809-1882 : La estructura mágica de la teoría de la evolución

Por Luis Felipe Lomelí / Grisel Samaniego
¡Mamá, mi hermanito es el eslabón perdido!” “En este negocio, brodi, hay que evolucionar”. “A ese wey le creció de tanto que se la…” Etcétera. Las ideas de la teoría de la evolución se escuchan en cualquier plática, son parte de nuestra cultura. O, mejor dicho, el conjunto de ideas referentes a la evolución biológica y sus connotaciones sociales ya forman parte de nuestra manera de ver el mundo. Aunque, como se podría objetar aquí, ninguna de las frases anteriores es, de cierto, una “frase darwiniana”. Pero no importa.
El próximo 12 de febrero se cumplen 200 años del natalicio de uno de los hombres más influyentes del pensamiento occidental: Carlos Darwin. Y, como normalmente sucede con las teorías más significativas, ya sea el materialismo histórico, el psicoanálisis o la teoría de la evolución es que, como dijera Italo Calvino, “son libros que ya conocemos aunque nunca los hayamos leído”. Es decir, desde un cargador de abastos hasta un senador de la República, todos tenemos una idea de qué dijo Darwin. ¿Y qué dijo? Pues que evolucionamos. ¿Y qué es eso? Pues, ya lo dijo Cantinflas, ahí está el detalle.
¿Qué significa “evolucionar”?
Carlitos Darwin dijo, en resumen, que la naturaleza cambia, que el mundo que vemos hoy no es el que existía ayer, que hay especies que se extinguen y otras que surgen a partir de las anteriores. ¿Y nada más? ¿Para decir eso escribió cerca de 200 mil artículos y más de cinco libros y por eso, solamente por eso, es tan importante? Por supuesto que no. Pero tampoco es válido afirmar que la teoría de la evolución, tal como Darwin la formuló, es la que sigue vigente hoy día. Veamos.
En el buen siglo XIX, en el que vivió Darwin, había una idea en boga en Europa promovida por burgueses y masones: el progreso. Antes la idea predominante por esos lares era la de que “nada cambia”, la que se condensa en la frase de uno de sus más ilustres defensores, Leibnitz: “Vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Esa idea le gustaba mucho a la camarilla de monarcas que se inventaron el cuento de que eran familias elegidas por Dios para gobernar sobre el resto: si vivimos en el mejor de los mundos posibles, para qué le mueves, nada va a mejorar. Y les funcionó por muchos siglos (de hecho, hoy día aún les sigue funcionando a algunos), hasta que aparecieron los burgueses y los siervos se hartaron de mantener a sus amos y estalló la Revolución francesa y se declararon las independencias de los países americanos.
Pero la idea del progreso no nace sólo del descontento social sino que antes se gesta en la ciencia, en la astronomía y la mecánica. Si se mira su historia, de Ptolomeo a Kepler y de Aristóteles a Newton, es fácil concluir que hay un progreso o mejoría en nuestro conocimiento: cada vez predecimos mejor el movimiento de los astros y hacemos máquinas más y más complejas. ¡Progresamos! Y si la ciencia progresa, por qué no habrían de hacerlo también las sociedades, las religiones, la naturaleza, la cocina, los deportes, etcétera.
Para cuando nace el pequeño Carlitos, la idea del progreso en las especies está en boga. Si bien desde que se tiene registro —cosa que en Occidente equivale a decir “desde los griegos”— hay noticia de organismos fosilizados, de caracoles marinos encontrados en la punta de las montañas, de mosquitos atrapados en una gota de ámbar, etcétera, a partir de que los europeos salen de su rancho y comienza para ellos la Era de los Descubrimientos impulsada por la sobrepoblación y la devastación de recursos, comienza también a estar de moda en las cortes tener “trofeos naturales”. Se inventan los jardines botánicos del rey, los museos donde se presume lo que se han robado en los cinco continentes, los zoológicos y los museos de historia natural donde lo mismo se exhibe a un jaguar que a un pigmeo disecado.
Este afán cazador y coleccionista sirve para que tengan muchísimo quehacer esos mantenidos por el Estado: los científicos (antes del siglo XIX no se llamaban así, pero hacían exactamente lo mismo como cortesanos y sacerdotes). Los “científicos” europeos heredaron la tradición religiosa islámica que dice que “conocer el mundo es una forma de conocer a Dios”, así que se dedican a conocerlo, a clasificar las especies vivas y muertas, a reconstruir las que ya no existen o existen muy lejos de la corte, a encontrar el “orden divino” del mundo que dicta la teología natural. Los franceses Buffon, Cuvier y Lamarck y el sueco Linneo son sus principales exponentes. Y, por supuesto, la historia no está exenta de anécdotas: del siglo XVII al XIX era más o menos común la profesión de “trapero de huesos”, gente que andaba por América, África y Oceanía juntando huesos de animales que luego vendían a las cortes para que los científicos armaran animales fantásticos. Claro está, incluso Cuvier, muchas veces terminaban armando animales que no existían: si tenían huesos de un ave, un reptil y un marsupial, en lugar de hacer tres animales, ¡hacían uno!
Y en este afán de ordenar el mundo se encontraron con el problema de cómo ordenar lo que ya no existe, las especies extintas: ¿es Dios capaz de aniquilar su creación? ¿Por qué habría de hacerlo? Para unos, la respuesta la daba la Biblia; para otros, el progreso, la “evolución”.
Los religiosos de un lado y los religiosos del otro
Para los religiosos abrahámicos tradicionales (cristianos, judíos, islámicos) la explicación a los fósiles estaba en donde “debería estar”: la Biblia. Ahí se habla del diluvio que arrasó con todo para limpiar el planeta y, como todo se inundó, por eso hay conchitas en las montañas. Esto dio origen a una de las primeras corrientes evolucionistas: los neptunianos, los que veían en el mar la razón de los cambios en la Tierra. Sin embargo, la misma Biblia afirma que Dios le dijo a Noé que subiera a su lancha “dos de cada especie” y, para el siglo XVIII ya se habían encontrado hartos fósiles de animales extintos que no parecían, por ningún motivo, “marinos”. Y, como muchos de estos fósiles se encontraban cerca de los volcanes, de ahí toma su nombre la otra corriente: los vulcanistas o plutonistas, para quienes los cambios de la Tierra eran causa de los volcanes.
Ambas corrientes, más en el ámbito de la geología que de la biología, siguieron debatiendo incluso después de la muerte de Darwin a finales del XIX. Pero, por lo pronto, habían asentado una cosa: el planeta cambia.
En el área de la biología el primero en tratar de dar una explicación coherente del cambio y/o “evolución” de las “especies” es Jean Baptiste Lamarck quien, para cuando Carlitos Darwin aún era impúber, ya había terminado su teoría. Dicha teoría se encontró con dos problemas principales y una desventaja. Los problemas eran: 1) el rechazo de los religiosos tradicionales y 2) la teoría era compleja y parte de, por lo menos, tres principios cuya combinación determina la evolución de un organismo; de modo que no se logró expresar de forma coloquial más allá de frases absurdas como “a ese wey le creció de tanto que se la…” (o el uso y desuso de los órganos). Y la desventaja era que la teoría, en sí misma, no le servía de nada a los grupos en el poder. Entonces apareció Darwin.
Cierto es que aparte de Darwin hubo otros, como Wallace, que llegaron a conclusiones similares. Sin embargo, eran menos carismáticos, tenían una prosa horrenda o no tenían el poder y la cantidad de ejemplos que tenía Darwin. La teoría de Darwin, a diferencia de la de Lamarck, sólo tenía el problema del rechazo religioso. Es más simple y, aunque no tanto como sus versiones populares, se puede expresar en una o dos frases: “la supervivencia del más apto”, “la supervivencia del más fuerte” o, más acertada, “no sobrevive la especie más fuerte sino la más adaptable al cambio”. Además tenía la ventaja de que, expresada de cualquiera de estas formas, otorgaba una “justificación científica” a los gobiernos europeos en plena invasión de África y Asia: si antes “les llevaban” la “religión verdadera” ahora les llevaban la “civilización más avanzada, la más evolucionada”.
Por supuesto, estaban confundiendo peras con tlacuaches. Pero confundir peras con tlacuaches es un principio básico de la manipulación política: no somos los bárbaros mongoles que invaden Europa, somos los pioneros que colonizamos y llevamos la religión, la civilización, la libertad y la democracia (seguimos hablando del siglo XIX).
Darwin propuso un mecanismo simple y elegante para explicar tanto la diversidad de especies como su abundancia y la extinción de algunas de ellas: la selección natural. Desconociendo la genética mendeliana pero conociendo la genética intuitiva de los criadores de ganado, Carlitos sabía que había ciertos “caracteres” que se heredaban y que algunos de ellos habrían de servir más que otros al individuo para conseguir alimento y reproducirse. También se imaginó que las especies eran una suerte de continuo que iba desde los organismos más pequeños a los más grandes y dibujó unos explicativos arbolitos donde proponía la continuidad, por ejemplo, de los pinzones de las Galápagos o de los primates. Ahí estalló la bomba de los religiosos tradicionales: ¿es el ser humano un chango?, ¿no somos “especiales” y casi casi “divinos”?
Pero no sólo eso, sino que la teoría de Darwin, como la de Lamarck, dejaba una inmensa cantidad de huecos y fenómenos sin explicación y mucho de lo que proponía era sólo una idea inteligente pero sin ningún sustento empírico. Más todavía, su propuesta refutaba, en el fondo, el concepto mismo de “especie”. En otras palabras, fueron los científicos de religión tradicional abrahámica quienes formularon a partir de la Biblia el concepto de “especie” (“dos de cada especie”): creaciones únicas de Dios. Y, al proponer la idea del continuo, Darwin echaba por la borda dicho concepto. Por último, también se le criticó haber confundido el concepto de supervivencia con el concepto de extinción. Es decir, que la “selección natural” no explica la supervivencia de los “más aptos” o los “más adaptables” sino que explica la extinción de los “menos aptos” o los “menos adaptables”. Cuestión que puede parecer lo mismo pero no lo es: afirmar que sobreviven los más adaptables conlleva la idea de que la naturaleza se va perfeccionando —de ahí que la idea de “evolución” esté ligada en el habla coloquial a la idea de perfeccionamiento—, mientras que afirmar que se extinguen los “menos adaptables” conlleva la idea de que la naturaleza no es perfectible sino que siempre hay de todo un poco. Y, de pilón, la teoría de Darwin no explicaba —ni explica— la extinción de los fósiles más interesantes de todos: los dinosaurios.
Pero aun así, triunfó. Y las razones hay que buscarlas fuera de la ciencia: en un conflicto de fe. Como se mencionó atrás, en el buen siglo XIX el “progreso” estaba de moda. Más que eso, era una suerte de religión (que hoy continúa): todo mejora y vamos siempre en un camino infinito de perfección. Éste es el credo de la ciencia positivista, ese que profesaba el gabinete de Porfirio Díaz y por eso eran llamados “los científicos”. Así, se enfrentaron de un lado los que tenían fe en el progreso y, del otro, los que tenían fe en que la perfección sólo estaría en el Más Allá. Y, como los países más poderosos de la época eran los que habían cortado con la jerarquía católica —ya fuera por una revolución laica, como Francia, o porque idearan su propia versión del cristianismo, como Inglaterra—, pues ganaron los que creían en el progreso.
Entonces ¿esto significa que la teoría de Darwin no tiene nada de “científica”, nada de verdad? No.La estructura mágica
Como ya se podrá usted imaginar, el concepto de “especie” continúa hoy día, con modificaciones respecto al pensamiento original y sin su componente bíblico. Porque si bien sigue en debate, también es muy útil para la investigación. Algo similar sucede con la teoría de Darwin, aunque con mucho mayor impacto y con una historia harto más rica que, en general, tiene tres vertientes: la política, la religiosa y la científica.
La historia política es la más sabrosa y escalofriante. Políticos y humanistas leyeron a Darwin y encontraron en él al demonio o al dios de su inspiración. La mayoría leyeron “es natural que ganen los fuertes (y se jodan los débiles)”; más aún, “como la naturaleza va en camino a la perfección (o evoluciona), es claramente válido echarle una manita eliminando a los débiles”. Así nacieron el darwinismo social de Spencer, la raza cósmica de Vasconcelos, la frenología (para identificar a los débiles) y la eugenesia (para depurar la sociedad), y en la mayoría de países de Europa y América (más Australia) se propusieron o llevaron a cabo políticas de castración y abortos de “débiles” mientras que en África los europeos inventaban el “campo de concentración”. La apoteosis, claro está, fue Hitler, quien había tomado del darwinista Ernst Heackel la idea de que las razas humanas eran “especies” diferentes. Por desgracia, Auschwitz no fue el fin de estas prácticas y hoy día aún hay quien las propone.
Al otro lado del espectro ideológico, entre socialistas y comunistas, Darwin también tuvo su impacto. Ya que la teoría de la evolución indicaba que había individuos más aptos que otros y que en la naciente U.R.S.S. se suponía que todos eran iguales (además de que al bueno de Stalin le dio por creerse filósofo de la ciencia), pues se revivió a Lamark y se proscribieron el darwinismo y la genética, con su consabida cifra de científicos que murieron en Siberia.
En el ámbito religioso han aparecido varios puntos intermedios, por ejemplo: 1) Dios dispuso todo para que hubiera evolución de las especies y en la cúspide estamos nosotros. 2) La evidencia de que no existiera el hombre desde el inicio de la vida sólo prueba que, efectivamente, primero fue el Paraíso y después Dios nos creó. 3) Todas las especies evolucionan excepto nosotros (lo cual, en el caso optimista, sería una creencia y en el pesimista, una realidad). 4) Todo es falso y hay que enseñar creacionismo en las escuelas.
Por último, en el ámbito científico el debate sigue intenso por tres razones: por un lado, la dificultad de estudiar el fenómeno porque no hay registro fósil de todas las épocas en todos los lugares (además de que no todo se puede “fosilizar”), por otro, porque sigue sin haber una teoría que explique todos los casos (por ejemplo, la resistencia de las bacterias a los antibióticos parece resucitar a Lamark) y, por último, porque las teorías de la evolución, desde Darwin a nuestros días, conllevan una serie de supuestos filosóficos que no necesariamente comparten todos los científicos. Respecto a este último punto, vale la pena mencionar dos supuestos. Primero, la idea de que la naturaleza se “va perfeccionando” les suena demasiado mística a muchos. Y lo es. Pero, aparte, esta idea de perfeccionamiento condujo, curiosamente durante el auge de las partes reemplazables y las líneas de producción, a la idea de que entre más especializada fuera una especie, más “evolucionada”. Esto a su vez trajo consigo la idea de que entre más especialistas hubiera en un ecosistema, dicho ecosistema era más estable (tal como sucedía en los países de “primer mundo” a inicios del siglo XX). Y esto desemboca en el segundo supuesto problemático hoy día: el cambio continuo.
En otras palabras, ¿cambia continuamente la naturaleza o se mantiene estable? ¿A qué ritmo cambia? ¿Es verdad que nos estamos acabando el planeta o es algo “natural”? ¿Por qué si era un “hecho científico” que los ecosistemas con más especialistas eran los más estables, como las selvas tropicales y los arrecifes, ahora dicen los ecólogos que son los más frágiles al impacto de la actividad humana? ¿Qué es lo que sucede?
El estudio de la naturaleza es en gran medida un reflejo de nuestras sociedades. No porque lo que diga no parta de hechos observables, sino porque lo que se decide observar depende de los intereses de las personas. Así, la idea del macho alfa dominando la manada estuvo muy bien por muchos años, pero en la década de 1960 aparecen las primeras especies “feministas”, en la de 1970 los primeros “divorcios” entre animalitos, en la de 1980 comienza el boom de los organismos “homosexuales” y, mientras los nerds se volvían los hombres más importantes del mundo encabezados por Bill Gates, en la de 1990 comienzan a aparecer los estudios que muestran que el chicho de la manada no es el macho alfa sino el nerd que anda por ahí y que ni siquiera se mete en pleitos de supremacía (y luego, cuando el macho alfa se va, él se divierte de lo lindo con las muchachas).
De la teoría de la evolución de Darwin queda poco en la biología contemporánea y, aunque está estrechamente vinculada con la ecología (muchos libros de texto presentan ambos temas en la misma unidad), ahora con el “cambio climático” entra en conflicto con la idea del equilibrio ecológico. El conflicto es, por supuesto, más teórico y político, pues ¡hay que hacerles ver a nuestros gobernantes que hay que cuidar la naturaleza! No obstante, la estructura simple de la teoría de Darwin, sus arbolitos de continuidad y que “sobrevive la especie más adaptable”, sigue fecundando la imaginación de chicos y grandes: evolucionan las empresas, la literatura, los deportes, la cocina y todo lo que usted quiera.
La magia de la teoría de la evolución de Darwin no sólo es que dio, de forma sencilla, una serie de ideas y mecanismos para tratar de entender lo que ya se intuía: que la naturaleza cambia. Sino que además sintetizó el sentimiento de su época y su sociedad y ha servido de faro más allá de la biología: es posible evolucionar.
• Luis Felipe Lomelí (Guadalajara, 1975). Ingeniero físico, biotecnólogo, maestro en Ecología y doctor en Ciencia y Cultura. Su última novela es Cuaderno de flores (Tusquets, 2008).
• Grisel Samaniego (Ciudad de México, 1983). Licenciada en Ciencias de la comunicación y productora de televisión. Actualmente produce el programa de libros Entre líneas de Canal 22.
Fuente: Laberinto de Milenio Diario / México /
Sábado, 07 de febrero de 2009

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