lunes, 12 de octubre de 2009

DEL ORIGEN DE LAS ESPECIES AL MALESTAR EN LA CULTURA: LA THESEI OCCIDENTAL PUESTA A PRUEBA

DEL ORIGEN DE LAS ESPECIES AL MALESTAR EN LA CULTURA: LA THESEI OCCIDENTAL PUESTA A PRUEBA
Ana Rocchietti
Cátedra de Prehistoria General
Departamento de Arqueología
Escuela de antropología
Facultad de Humanidades y Artes
Universidad Nacional de Rosario
Resumen
El alumbramiento de la teoría darviniana significó la irrupción de una nueva relación entre Naturaleza y Cultura. Su verdadero significado iba a ser descubierto muchos después, en el seno de la mentalidad burguesa bajo la forma civilizatoria de una sociedad que se estimaba a si misma como superadora de la prehistoria animal pero que encontraba malestar y desesperación en la profundidad de la vida psíquica. Este ensayo examina sus implicaciones antropológicas.
Palabras clave: darwinismo – psicoanálisis – dualismo naturaleza/pensamiento
“Es imposible para el cuerpo vivo de un hombre recorrer cientos de años pero no lo es para su cultura. En lo que así se llama cultura, en la palabra y el pensamiento de un hombre, lo sepa o no, se alberga un recorrido singular de la historia del hombre.” (Juresa y Muerza, 2009: 13)
La lucha por la vida es rigurosísima entre individuos y variedades de la misma especie. (Ch. Darwin, El origen de las especies [1859], 2007: 73)
Introducción
La discusión sobre la evolución de las especies (y sus implicaciones sociales, culturales y políticas) pertenece al cosmos científico e ideológico de la mentalidad burguesa madura y su sobresaliente “realismo”. Se consolidó a partir del siglo XVIII pero nació, en verdad, mucho antes, en el XI. José Luis Romero decía que el campo de las mentalidades no es el del pensamiento sistemático sino el del caudal de ideas que constituye el patrimonio común y del cual aquél es como una especie de espuma, en una relación no siempre coherente (Romero 2006: 17). Ha existido y existe, por consiguiente, un mundo, una cultura y una mentalidad burgueses nacidos en Europa y expandidos a los continentes europeizados:
“Desde que se aceptó esa nueva situación casi física, la alteración en las condiciones de su vida fue tan sustancial que merece ser designado con un nombre especial. Adquiere libertades –de movimiento, de matrimonio, de comercio- protegidas por estatutos que se dan los burgueses de cada ciudad. Desarrolla actividades nuevas: comercio, servicios, profesiones. El régimen de libertades crea las condiciones para que hagan uso de su capacidad para desarrollar la riqueza, una riqueza dineraria y no raíz, como era característico de los señores.” (Romero 2006: 19).
Este triunfo de la modernidad objetiva y subjetiva encierra, no obstante, un desgarramiento y una pasión concretos debido a su ruptura con la teología y el malestar que le produce a esa cosmovisión la división, aparentemente irreparable porque vuelve una y otra vez a ella, entre Naturaleza y Razón, entre thesei y physei. Este ensayo examina sus implicaciones antropológicas.
Thesei, para los griegos, era la teoría; physei era la materia., el mundo físico o natural.
I.
La responsabilidad el hombre
El origen de las especies por selección natural, escrito por Charles Darwin, se publicó en 1859. Venía a culminar una tradición de pensamiento de acuerdo con la cual hay una razón material en la estructura y desenvolvimiento del cosmos. Ese libro puso a los vivientes en la dimensión de los flujos causales independientes y los liberó de su enclave en el ámbito del ser. Cumplía así el mandato positivista de extirpar la metafísica en una sociedad que acababa de terminar económica y políticamente con la sociedad feudal y su ideología religiosa.
Sin importar la magnitud de su complejidad (desde organismos unicelulares a complejos sistemas funcionales) lo viviente ya no respondía a una forma y voluntad inmutables sino a las restricciones ambientales del planeta que habitaban, se multiplicaban respondiendo a la exigencia de la selección natural y su historia biológica se volvía un complicado itinerario geológico de especiaciones y extinciones.
La singularidad de Darwin consistió en su capacidad para ofrecer un modelo de transformaciones que tenía posibilidades de ser comprobado, explicando cómo funciona la evolución a partir de la interacción entre los organismos y su ambiente. Sin embargo, los resultados de su esfuerzo no fueron para siempre: el desarrollo de la biología genética abrió nuevas perspectivas para comprender el misterio de la vida. Desde Anaximandro (500 AC) a Darwin, la posición del Hombre en ese enigma ha tenido implicaciones sociológicas y éticas.
La contribución darwiniana a la ideología burguesa estaba contenida en su libro fundamental, culminando el esfuerzo de filósofos y juristas que –desde el siglo XVII- intentaban fundamentar el iusnaturalismo como piedra basal política del Estado, del comercio y de la expansión colonial europea. Decía Darwin:
“Como las especies de un mismo género tienen por lo común –aunque no en modo alguno constantemente- mucha semejanza en costumbres y constitución y siempre en estructura, la lucha, si entran en mutua competencia, será, en general, más rigurosa entre ellas que entre especies de géneros distintos.” (Darwin, 2007: 73)
La ideología occidental se nutrió, desde sus orígenes, de la concepción de que la Naturaleza es una especie de escalera con distintos niveles de perfección. Desde Aristóteles a Linneo esta convicción ha configurado una doxa, aún vigente, que se puede sintetizar en la oposición physei – thesei: naturaleza- pensamiento o naturaleza-cultura.
El Sistema Natural de Linneo (1735) permitió nombrar a varios miles de plantas y animales de acuerdo con una jerarquía racional de géneros y especies, conjuntos fijos de seres que incluía a los humanos en su escala de complejidad. En su viaje en el Beagle y en geografías muy diferentes a la de su Inglaterra industrial y burguesa, Darwin parece haber descubierto la variedad de lo viviente. La estadía crucial pudo ser la de las Galápagos, en el Pacífico: sus terrenos volcánicos, su aislamiento y la escasa prodigalidad de su ambiente le hizo comprender la diversidad de caminos que podía poseer la diversidad biológica porque si bien había animales parecidos en el continente sudamericano tenían características particulares. Había cormoranes que no volaban e iguanas que no trepaban a los árboles y que se alimentaban de algas, las tortugas eran inmensas y algunas tenían una curvatura en la caparazón –a la altura del cuello- y otras una hendidura. Concibió la posibilidad de que los animales se transformaran a lo largo de las generaciones en una secuencia de cambios acumulativos y pergeñó un argumento explosivo: los individuos de cualquier especie no son idénticos entre sí, los mejor adaptados al ambiente1 sobreviven por causa de la selección natural. Esa selección es omnipresente, involuntaria, anónima. La lucha por la supervivencia se establece entre individuos, entre especies, entre especies y ambiente; la razón para que ella reine en la Naturaleza es bien simple: nacen más que los que se pueden sustentar. Estas fuerzas han tenido vigencia desde los tiempos más remotos y seguirá por siempre porque la Naturaleza se rige por la ley de la transformación, no por la voluntad de creación.
Más tarde, ya en el siglo XX, se descubriría que a este esquema causal le faltaba una pieza: la población y la distribución –en ella- de su variación genética. La clave de una población es su combinatoria reproductiva y la composición génica de sus ontogenias aún cuando las frecuencias génicas se mantienen en equilibrio de una generación a otra siempre que las poblaciones consideradas sean muy grandes2. Por añadidura, las poblaciones experimentan cambios debidos a mutaciones producidas en sus miembros. Aún cuando las mutaciones exitosas no son tan frecuentes puede estimarse que este mecanismo es el responsable de acelerar las especiaciones y sirve para explicar la variedad enorme de vivientes a lo largo de los tiempos geológicos.
La revolución económica burguesa requería una revolución intelectual que sistematizara la experiencia de la nueva sociedad de clases, con su aparente libertad de ascenso y la nueva moral que introducía en la Historia.
En 1964, Dobzhansky escribía que la cultura no es el producto de la evolución biológica sino de la capacidad para desarrollarla y mantenerla. No habría cultura sin genes humanos; la capacidad para tener cultura es un carácter de la especie Homo sapiens, en el mismo sentido en que su cuerpo tiene una temperatura de 36º y una gestación de nueve meses. La agencia directriz de la evolución orgánica es la selección natural y ésta, a su vez, una agencia del ambiente. Para responder al ambiente la cultura es enormemente superior para las respuestas adaptativas al medio y una de sus ventajas es la velocidad porque se transmite de una generación a otra; la base genética que ha hecho posible la cultura le otorga a sus poseedores una ventaja adaptativa de una potencia sin precedentes (Dobzhansky 1964: 93-94).
La cultura, generativa y multiplicadora, genealógica y generacional, lingüística y discursiva se vuelve, en el marco evolucionista, una herramienta efectiva para sobrevivir. Una fuerza sujeta a otras fuerzas anónimas y funcionales; su racionalidad implícita y su economía política apunta a una sistematización orgánico-fisiológica de la privilegiada supremacía humana.
La distancia que va de Darwin a Dobzhansky (significativos exponentes de la historia del evolucionismo) expresa la confianza comtiana en el poder del pensamiento burgués. Comte, al señalar las ventajas de su curso de filosofía, dice:
“En primer lugar, el estudio de la filosofía positiva, al considerar los resultados de la actividad de nuestras facultades intelectuales, nos suministra el único medio verdadero y racional de hacer evidente las leyes lógicas del espíritu humano, las cuales hasta ahora han sido buscadas por caminos poco oportunos para develarlas.
Para explicar adecuadamente mi pensamiento a este respecto, citaré un ejemplo […] Consiste en que todo ser activo, y en especial todo ser vivo, puede ser estudiado en todos sus fenómenos bajo dos aspectos fundamentales, el aspecto estático y el aspecto dinámico, es decir, como un ser apto para actuar y como un ser actuando efectivamente […]En una palabra, al considerar todas las teorías científicas como grandes hechos lógicos, es únicamente a través de la profunda observación de esos hechos que se puede llegar al conocimiento de las leyes lógicas.
La filosofía positiva, a partir de Bacon, ha llegado a tener tal preeminencia y adquiere hoy una influencia tan grande sobre los espíritus –incluso sobre los que han permanecido ajenos a su gran desarrollo- que los metafísicos, ocupados en el estudio de nuestra inteligencia, no han visto otra manera de detener la decadencia de su pretendida ciencia, sino empeñándose en presentar sus doctrinas como si estuvieran fundadas sobre la observación de los hechos. Y así, han imaginado en estos últimos tiempos que podían distinguir por una singular sutileza, dos clases de observación de igual importancia, una exterior y la otra interior, estando destinada esta última exclusivamente al estudio de los fenómenos intelectuales. No es éste el lugar de entrar en la discusión de este sofisma fundamental. Me limitaré solo a indicar cuál es la prueba esencial que demuestra que esta pretendida contemplación directa del espíritu por sí mismo es meramente ilusoria.” (Comte, 2004, Lección I: 47-48).
Apagado el escándalo darviniano, iba a surgir justamente una exploración de las profundidades de ese interior del hombre burgués pero con una pretensión materialista como la de aquél. Por supuesto implicaba seguir separando physei y thesei pero de una manera nueva: el thesei no tenía la pureza y la serenidad de la lógica sino la turbulencia de la sexualidad. El fundamento interior era tan biológico como el exterior evolutivo. El Hombre podía liberarse de la casta, del despotismo, de la Iglesia, de la gleba pero no de su pulsión erótica, de sus símbolos y de sus síntomas.
La carrera fulgurante y polémica de Sigmund Freud empezó con una investigación sobre la etiología de las parálisis3. Su formación era anatomo-patológica y la de los psiquiatras franceses clínica. Esto marcaba una diferencia controversial entre quienes eran partidarios del laboratorio-morgue y aquellos que preferían la observación de síntomas (Maffi 2005: 14). Con Charcot, Freud aprendió a asignar el origen de la enfermedad a un trauma, a un golpe, a una marca lejana que retornaba en forma de síntoma. El trauma psíquico sería un acontecimiento inadvertido pero con fuerza etiológica (Freud 1992). Pronto, Freud empieza a asignar a esta causa el funcionamiento de toda la vida mental. En ella, la “descarga del afecto” es crucial: un afecto contenido, asociado a un trauma, que no llega a ser descargado, puede retener un recuerdo doloroso por años. Esta idea la tomó de la teoría de Darwin sobre el desarrollo de las emociones en los animales y en el hombre: toda energía aportada a un organismo vivo debe ser descargada (ley de la derivación de la excitación). La pregunta de por qué, si es así, no permanece en la memoria conciente del enfermo, la responderá la vía simbólica: hay un proceso subterráneo, libidinal, inconciente que desplaza y sublima el dolor, lo insoportable del trauma al síntoma. El síntoma es símbolo cuya naturaleza Freud siempre preservó como real, histórica y biológica. Sus sucesores estructuralistas habrían de convertir la libido en lenguaje. Es decir, el inconciente se conduciría como lenguaje hasta el punto tal que sólo existiría la primacía del significante y éste sería el vehículo de lo real (aquello que, estando más allá del lenguaje, no se puede nombrar), lo simbólico (cresta del iceberg de lo no decible) y la realidad (el mundo en sí mismo).
II.
El malestar en la cultura
En 1930, Freud publica una obra de carácter filosófico, conocida sintéticamente como El Malestar.
¿Qué dice El Malestar sobre la cultura, sobre la “civilización”, sobre la Humanidad?
En principio, dice Freud:
“No podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira de los demás el poderío, el éxito y la riqueza; menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al formular un juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del mundo humano y de su vida anímica…” (Freud, 1979: 3017).
Freud define a la cultura de una manera audaz: las obras del Hombre se vuelven hacia él en forma de culpabilidad erótica o tanática. Inevitablemente retornan en forma de malestar neurótico. La civilización posee un precio enorme, fatal. Especialmente porque ella habría de consistir en una renuncia progresiva al incesto. Ésa es su naturaleza.
Comienza relatando que un lector sobresaliente –cuyo nombre no menciona- le ha escrito a propósito de su trabajo El porvenir de una ilusión, señalándole que en el principio la religiosidad es un sentimiento oceánico, una sensación de eternidades en el seno de una experiencia esencialmente subjetiva, fuente de la energía religiosa.
“…Sólo gracias a este sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque rechazara toda fe y toda ilusión…” (ibidem: 3017).
Se trata, razona Freud, de un sentimiento de comunión, de inseparable pertenencia al mundo exterior. Intenta, entonces, una explicación psicoanalítica, a la que define como genética. Por empezar, la experiencia del Yo como mismidad –cuestión que aparece como indiscutible- es engañosa ya que el Yo se continúa hacia adentro sin límites precisos, con una entidad psíquica que llama Ello. Hacia el exterior el Yo parece tener límites claros y precisos4. Sólo los pierde cuando está enamorado. Cuando amamos, sostenemos que Yo y Tú son una sola cosa.
Esta situación del Yo no puede haber sido de la misma manera siempre. Es necesario verlo de manera evolutiva.5 El lactante no discierne entre él mismo y el mundo exterior. Lo aprenderá gradualmente por los estímulos que le llegan sin poder discernir, al comienzo, entre los estímulos que recibe desde su propio cuerpo y aquél que no está siempre disponible: el seno materno. Comienza a distinguir entre lo que produce dolor y displacer y aquello que lo induce a abandonar el principio del placer. Sin embargo, tendrá lugar el intento de disociar del yo todo cuanto pueda constituirse como fuente de displacer, a expulsarlo formando un yo completamente hedónico.
“Los límites de este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes ulteriores impuestos por la experiencia.” (ibidem: 3019)
Finalmente, el hombre entroniza el principio de realidad, el cual habrá de dominar en toda la evolución ulterior. El yo debería defenderse de estímulos displecenteros internos y externos. Originalmente, el yo lo incluye todo, luego desprende de sí al mundo exterior. Nuestro actual sentido yoico no es más que el residuo atrofiado de un sentimiento universal de comunión entre el yo y el mundo. Sus contenidos ideativos son los de, infinitud, de comunión con el Todo.
No es sorprendente que lo primitivo se conserve junto a lo evolucionado (la psique adulta) sino que lo característico de lo humano sea que nada de lo que se ha formado se desvanezca, que no puede desaparecer jamás. Y que pueda volver a surgir en circunstancias como las de una regresión profunda. Es la constancia de lo pretérito. Es-ser-lo uno-con-el-todo implícito en su contenido ideativo:
“En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que tendría la vida humana, sin que jamás se le haya dado respuesta satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta….¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta, qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella?...aspiran a la felicidad” (ibidem: 3024). Quien fija el objetivo vital es el principio del placer.
Solamente la finalidad de evitar el sufrimiento relega un segundo plano al principio del placer. Una forma de hacerlo sería aislarse, de alejarse del temible mundo exterior; otra, pasar al ataque contra la Naturaleza sometiéndola a la voluntad del Hombre, como miembro de la comunidad humana, empleando la técnica y la ciencia. La embriaguez, la manía ayudan a impedir estímulos desagradables. Individuos y pueblos han reservado para los estupefacientes un lugar en la economía libidinal. A ellos se les debe no solamente el placer inmediato sino también la independencia frente al mundo exterior. También sufrimos cuando el mundo exterior nos impide satisfacer nuestros instintos; se trata de dominar las fuentes internas de nuestras necesidades, de aniquilar nuestros instintos. Se sacrifica la vida o se gobierna el instinto a través de las instancias psíquicas superiores, sometidas al principio de realidad. Como resultado, los impulsos perversos se vuelven irresistibles y lo prohibido seduce. Satisfacer una pulsión instintiva, indómita, es incomparablemente más intenso que el que se siente al saciar un instinto dominado. También influye para aminorar el sufrimiento la sublimación acrecentando el placer del trabajo psíquico e intelectual aunque su punto débil radica en que sólo es accesible a unos pocos. Porque supone disposiciones y aptitudes que no todos tienen. La tendencia a independizarse del mundo exterior se denota en un grado mucho mayor en la imaginación (sustraída al principio de realidad) reservándola para la satisfacción de deseos difícilmente realizables. El arte –como imaginación- nos ofrece un narcótico ligero y un refugio fugaz frente a los azares de la existencia. Asimismo, rechazar el mundo (como lo hace el ermitaño) o el impulso de transformarlo en el delirio. Uno de esos delirios colectivos son las religiones y sirven para procurarse felicidad y protección.
Otro método, no menor, para eludir el sufrimiento es –por supuesto- el “arte de vivir”, el amar y ser amado. El amor sexual –por su carácter subyugante- nos proporciona la experiencia más poderosa y se vuelve el prototipo de nuestras aspiraciones de felicidad. Pero, sin embargo, nunca estamos más cerca del sufrimiento que cuando amamos. El amor por la belleza (del arte, de la naturaleza) no nos impide sufrir pero nos “indemniza”:”…La belleza no tiene utilidad evidente ni es manifiesta su necesidad cultural y, sin embargo, la cultura no podría prescindir de ella” (ibidem: 3029).
En conclusión, el designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable pero no por ello debieran abandonarse los esfuerzos por acercarse a él siguiendo la obtención del placer o evitando el dolor aún cuando ninguno de estos recursos nos permitirá alcanzar lo que anhelamos. Cada ser humano elegirá -de acuerdo con sus características- una técnica vital. Quien en la edad madura vea su fracaso podrá elegir entre la intoxicación crónica y la psicosis, que no es otra cosa que una desesperada tentación de rebelión.
Las tres fuentes del sufrimiento humano son: la Naturaleza, la caducidad del cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, en el Estado y en la sociedad. Los pesares que se derivan de las dos primeras lograremos mitigarlas; no así los derivados del origen social: no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no nos proporcionan protección y bienestar para todos. Comenzamos a sospechar que también aquí existe una porción de indomable naturaleza pero ahora se trata de nuestra propia constitución psíquica. Nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas.
¿Qué razón habría para esta hostilidad hacia la cultura? Habría razones históricas para eso, dice Freud: primero, el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas, con su desprecio por el mundo terrenal; segundo la creencia de los europeos-lanzados a viajes de exploración- de que los pueblos primitivos llevan una vida simple, modesta y feliz (después se ha visto que no es así); tercero, existe una motivación histórica: cuando el hombre aprendió a conocer la neurosis (que socava las posibilidades de felicidad de la sociedad civilizada) y a comprender que el ser humano no logra soportar la frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, se deberían eliminar o atenuar las exigencias culturales.
El control de la Naturaleza logrado en el transcurso de las últimas generaciones no ha elevado la satisfacción placentera que se esperaba. Resulta, pues, que no nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura. Entonces hay que dedicarse a la esencia de esta cultura cuyo valor para la felicidad humana se pone en duda.
“…el término cultura designa la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí.” (ibidem, 3033).
Los primeros actos culturales fueron el empleo de herramientas, el dominio del fuego y la construcción de habitaciones. El poder que ha otorgado al hombre la posesión de bienes le ha generado un sentimiento de omnipotencia y omnisapiensa que ha proyectado en sus dioses. Los dioses son ideales culturales. El hombre ha llegado a ser un dios con prótesis. El futuro traerá aún mayores logros exaltando todavía más la deificación del hombre. Pero tampoco el hombre de hoy se siente feliz con su semejanza con Dios.
También celebramos como manifestación de cultura el hecho de que la diligencia humana se vuelque a cosas que parecen carecer de la menor utilidad. Eso inútil es la belleza. Pedimos al hombre que dote a sus objetos de belleza. También exigimos orden y limpieza. Lo contrario es barbarie.
Otro aspecto que valoramos en la cultura es la producción de las actividades psíquicas superiores, de sus producciones intelectuales, científicas y estéticas. Valoramos las ideas, especialmente las religiosas, las filosóficas, la idea del perfeccionamiento de la nación o de la Humanidad.
Un aspecto estratégico de la cultura es la regulación de las relaciones entre los hombres (como vecinos, colaboradores, objetos sexuales de otros, como miembros de una familia o del Estado).
“La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que todos que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta, entonces, como “Derecho” con el poderío del individuo que se tacha de “fuerza bruta”. Esta sustitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura” (ibidem: 3036).
Con ella, los miembros de la comunidad restringen su posibilidad de satisfacción; el primer requisito de la cultura es el de justicia; aquél que responde al principio jurídico por el cual lo establecido no será violado a favor de un individuo. El resultado final es que se establece un derecho al que todos hayan contribuido con el sacrificio de sus instintos y que no deje a ninguno a merced de la fuerza bruta. La libertad individual no es un bien de la cultura. El desarrollo cultural impone restricciones y la justicia exige que nadie escape a ellas. El anhelo de libertad se dirige contra algunas exigencias de la cultura o contra toda ella; el hombre no dejará nunca de luchar por su libertad frente a la voluntad de la masa6.
Podemos caracterizar el proceso de evolución de la cultura como los cambios que impone a los dispositivos instintivos del hombre cuya satisfacción, finalmente, es la economía de nuestra vida. Hay analogía entre el proceso de la cultura y la evolución libidinal del individuo7. Otros dos mecanismos son la sublimación de los instintos y su frustración cultural por supresión, represión o por cualquier otro proceso.
“El hombre primitivo, después de haber descubierto que estaba literalmente en sus manos mejorar su destino en la Tierra por medio del trabajo, ya no pudo considerar con indiferencia el hecho de que su prójimo trabajara con él o contra él…” (ibidem, 3038).
En Tótem y Tabú (1913), Freud había presentado a la familia primitiva con una autoridad ilimitada (la del padre) frente a la cual se había producido la alianza fraternal: los hijos al aliarse para matar al padre habrían descubierto que la asociación es más poderosa que el individuo. La fase totémica de la cultura se basa en las restricciones que los hermanos debieron imponerse mutuamente para consolidar este nuevo sistema. El Tabú fue la primera Ley, el primer Derecho. La vida en común de los hombres adquirió un doble fundamento: por un lado, la obligación del trabajo y, por otro, el poderío del amor (impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta de su amor por el hijo). Los padres de la cultura humana fueron, entonces, Eros y Ananké (la necesidad). La genealogía de la política es, pues, totémica.
¿Por qué la cultura no hace felices a los seres humanos?
Hay que señalar que el amor genital –fuente del mayor placer y de la mayor felicidad- establece una dependencia del objeto de amor y se puede experimentar el mayor sufrimiento cuando se pierde el objeto del amor. Los que logran la felicidad por medio del amor deben efectuar un sinfín de modificaciones psíquicas (depositando su amor no en un solo objeto sino en una variedad de ellos o amando a la Humanidad o en una religión). El impulso amoroso que instituyó a la familia sigue operando en la cultura ya sea satisfaciendo el amor sexual o coartándolo. El amor entre padres e hijos y entre hermanos fue en su origen plenamente sexual y fue coartado. Ambas tendencias –el amor sensual y el inhibido (el cariño o las amistades) tienen valor en la cultura. El divorcio entre el amor y la cultura parece inevitable.
Comienza a manifestarse como conflicto entre la familia y la comunidad más extensa porque la tiende a unirnos en unidades más amplias y la familia no renuncia a sus individuos. Cuanto más íntimos sean los vínculos dentro de una familia, mayor será el impulso a aislarse. El modo de vida en común, filogenéticamente establecido se resiste a ser sustituido por el cultural. También las mujeres se oponen a la corriente cultural ejerciendo una influencia dilatoria y conservadora. Las mujeres representan los intereses de la familia y de la vida sexual; la vida cultural -en cambio- es tarea masculina, imponiendo a los hombres dificultades crecientes y obligándolos a sublimar sus instintos y, por ello, se ven obligados a distribuir su libido en sus tareas. La libido que dedica a la cultura la sustrae a la mujer y a la vida sexual. Por su lugar secundario en la cultura las mujeres son hostiles a ella.
La cultura tiene tendencia a inhibir la vida sexual. Eso ya se había manifestado en el totemismo que trajo consigo la prohibición de elegir un objeto incestuoso, “…quizá la más cruenta mutilación que haya sufrido la vida amorosa del hombre en el curso de los tiempos.” (ibidem, 3041). El tabú, la ley y las costumbres afectarán al hombre tanto como a la mujer. No todas las culturas avanzan a igual distancia por ese camino.
En nuestra cultura occidental ese desarrollo llega a su culminación. La represión comienza en la infancia y determina la elección de un solo objeto de sexo contrario. La cultura nos dice que –por lo menos en tiempos de Freud- sólo está dispuesta a tolerar la unión única e indisoluble entre un hombre y una mujer.
Pero la cultura exige otros sacrificios.
En el amor, los amantes se bastan a sí mismos; no tienen interés alguno por el mundo exterior. Eros tiende a fundir varios seres en uno solo. La cultura, a su vez, tiene interés en ligar libidinalmente a toda una comunidad de hombres favoreciendo cualquier camino que establezca entre ellos fuertes lazos amistosos. Esto exige una restricción de la sexualidad.
“La verdad oculta detrás de todo esto es que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino por el contrario un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no se le representa únicamente como un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo.” (ibidem, 3046)8
La cultura debe imponer sus preceptos para impedir la agresividad humana porque –de lo contrario- la sociedad estaría siempre al borde de la disolución. La ley no alcanza las formas más sutiles de la agresividad ya que aunque se aboliera la propiedad9 aún subsistirían los privilegios sexuales. La agresividad está en la base de todos los vínculos amorosos humanos (quizá con la excepción del amor de la madre por su hijo varón). Si se anulara la familia (germen de la cultura) y se instauraran relaciones sexuales libres tampoco podría predecirse la desaparición de la agresividad. Además, se extenderán los vínculos amorosos siempre que existan hombres sobre los cuales descargar los golpes.
Comenta Freud que se dedicó a estudiar la hostilidad entre vecinos (españoles y portugueses, ingleses y escoceses, etc.) y la llamó narcisismo de las pequeñas diferencias. Cree ver una característica ineludible de intolerancia. Y si la cultura exige sacrificar el amor y la agresividad puede entenderse por qué al hombre le resulta tan difícil ser feliz en ella.
“Las minuciosas investigaciones realizadas con los pueblos primitivos actuales nos han demostrado que en manera alguna es envidiable la libertad de que gozan en su vida instintiva, pues ésta se halla supeditada a restricciones dentro orden, quizá aún más severas que las que sufre el hombre civilizado moderno.” (ibidem: 3048).
La tendencia a la destrucción es innata y autónoma y es uno de los peores obstáculos a la cultura. El instinto de destrucción desciende del instinto de muerte. Las masas humanas habrán de ser unidas libidinalmente, pero no basta ni la necesidad ni la ventaja. La hostilidad, la agresión de todos contra todos se opone al designio de la cultura. El instinto de muerte comparte con Eros la dominación del mundo. Eros y el instinto de destrucción luchan por él. En ese marco, la cultura puede ser definida como la lucha de la especie humana por la vida. No sabemos por qué los animales no tienen una lucha por la cultura.
¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión?
En la historia del individuo, la agresión se ha vuelto inocua. ¿Qué ha sucedido? Ha introyectado la agresión; se ha vuelto contra el propio yo. La cultura lo desarma a través de una vigilancia instalada en su propio yo. Como una guarnición militar en la ciudad conquistada: uno se siente culpable cuando se ha cometido algo que se considera malo. La subordinación del hombre se lleva a cabo por su desamparo y por su dependencia. Sólo ocurre cuando se internaliza una autoridad y se crea el superyo, el cual atormenta al yo pecaminoso con la angustia y en la medida en que lo pasado y lo superado perdura siempre. La conciencia moral también varía de acuerdo con la frustración externa: en los buenos tiempos la moral es más indulgente; en los malos se vuelve severa y contrita. Freud cree advertir un proceso similar a nivel de pueblos. El destino es un sustituto de la autoridad del padre.
Cuando el conjunto en el que vive el niño es la familia, el conflicto se manifestará en el complejo de Edipo pero cuando se trate de extender la comunidad será la cultura la que forje el sentimiento de culpabilidad. Éste puede llegar a ser difícilmente soportable para el individuo. De este modo, la neurosis se impone con intensidad; la culpabilidad no es sino una variante de la angustia. La angustia oscila tras todos los síntomas.
La culpabilidad introducida por la cultura permanece inconciente y se expresa como un malestar.
La tesis fue madurando a través de tres obras: Tótem y Tabú (1913), El porvenir de una ilusión (1927) y El malestar en la cultura (1930). Se trata de una antropología pesimista, por una parte, y, por otra, de una antropología del sujeto que no podía ser ignorada.
Su teoría del sujeto insiste en su naturaleza desgarrada, revulsiva y contradictoria con el orden social y pone en duda el carácter heurístico del relativismo cultural; es decir, de la aserción metodológica incuestionada de que toda cultura debería ser juzgada en sus propios términos. En Tótem y tabú supone el origen de la cultura en la consagración de la solidaridad generada por la rebelión contra la autoridad del padre potente y prepotente. Se trata de una metáfora ahistórica (como todas las metáforas) que destaca el carácter de la revuelta subjetiva contra la norma. En los otros dos trabajos avanza sobre la naturaleza de la religión y de otras formas de satisfacción simbólica: ilusiones para compensar el desamparo y el conflicto implícitos en la socialización humana. 10
Pero la cuestión central –probable razón del rechazo a la tesis freudiana cuando se la mira desde la verdad histórica- alude a una metáfora inquietante: la matanza del padre omnímodo, potente y prepotente cuya muerte sella el colectivo humano, le da origen y sentido. El padre odiado marca la diferencia con la raíz animal de la humanidad y sienta las bases de una metáfora trascendental. El padre –todavía animal- y los hijos vengadores viene a sustituir “algo” que nos es aún desconocido: trágico o político.
La elocuencia política de la metáfora del padre no nos sustrae, a su vez, la índole del conocimiento que proporciona: el placer ha quedado afuera de la existencia social. Su muerte (renuncia) es indispensable para realizar ese colectivo convivencial. Vale la pena repasar las consideraciones lingüísticas y semiológicas sobre las metáforas que nos ha aportado el siglo XX. La lengua es un dominio de determinación y de autodeterminación incuestionable; ya de Saussure había descubierto que pese a las modificaciones que pudieran sufrir los signos o los desplazamientos del significado y del significante habrá siempre tres características que les serán propias: los signos poseen valor relativo, opositivo y negativo haciendo de la Lengua un sistema de puros valores (de Saussure, 1945) siendo su masa hablante la única y verdadera realidad. Cuando el uso de la lengua se da en el marco de la poética o de la política se advierte el carácter sustitutivo de la metáfora, su lugar preponderante en la retórica y su trascendencia en la cultura. Fue Paul Ricoeur el que descubrió que en la sustitución de un término por otro existe una tensión porque el término sustituido no desaparece de la significación sino que emerge en esa tensión entre la palabra literal y la metáfora que la sustituye (Ricoeur, 2001). Otro aspecto de este proceso es que su estructura profunda no puede ser sino ideológica. Podemos advertir en ella un residuo intrigante como lo es la sospecha sobre la voracidad ilimitada de los hijos vengadores, imagen descarnada sobre lo que subyace en la angustiosa civilización.
La explicación darwiniana prevé que los individuos compitan entre sí en la selección sexual y, además, los individuos puedan competir entre ellos en el seno de la especie.11 No existiría, en este aspecto, solidaridad de lo semejante. Esta cuestión es aterradora, si bien se la mira, porque el sentimiento oceánico con que describe Freud a la unión religiosa12 debe abarcar también al otro o al alguno, similar, que puede tornarse un atacante, piedra filosofal de la mentalidad burguesa. La civilización exige dominar tanto la prehistoria biológica como la prehistoria libidinal.
III.
Tratado de la desesperación
La tesis Darwin sobre el mundo natural aporta una perspectiva comtiana –aún con las dificultades epistemológicas que todavía hoy posee- desde el punto de vista fáctico y lógico. Por un lado es armoniosamente materialista ya que inserta al Hombre en el seno de una Naturaleza evolutiva y por otro adecuadamente lógica porque permite sobreimponer a la perfección aristotélica de la sistematización linneana una thesei por la cual unos seres derivan de otros en una cadena sin fin. Es decir, conmovió el pensamiento hierofánico de la metafísica clásica mediante una lógica clasificatoria heracliteana, plena de flujos transformantes de las especies.
Su revolución consistió en ofrecer una imagen de la Naturaleza del hombre coincidente con el movimiento general de lo viviente: a las máquinas animales de Descartes sucede la lucha competitiva por la vida, experiencia ordinaria de cualquier burgués en su nueva nación de mercado. El esfuerzo de Freud, fundando una topografía de la mente humana, vino a coronar el buceo prehistórico de la thesei abismal, impenetrable de la prehistoria de la libido sexual y lingüística. La simultaneidad animal y teórica del Hombre venía a tener una dimensión revulsiva y peligrosa, emancipada de la animalidad inerte, sólo reproductiva.
No deja de ser sintomático que en el prólogo de una edición de la obra La aparición del Hombre de Pierre Teilhard de Chardin, redactada por el teólogo N. M. Wildiers, sostenga que:
“El universo forma un todo coherente y, por así decirlo, una unidad orgánica. El universo no es una construcción ajustada mecánicamente, edificada desde fuera, yuxtaponiendo seres totalmente heterogéneos. Esta íntima convicción de la unidad orgánica del mundo es, sin duda, fundamental para la idea de evolución…” (Wildiers 1965: 14).
En esa argumentación, la Historia Natural del Mundo corresponde a una lógica más tranquilizante que la Historia Natural del Inconciente, en la que el animal tiene que desplazar continuamente su tensión fundamental: la de la crueldad.
Conclusiones
La obra darviniana fue realizada con una finalidad grandiosa pero hasta cierto punto conformista. Ofrecer un cosmos al thesei burgués, concreto y experimental, comprobable apenas se observara a los vivientes en su ambiente natural. Algo sucedió con la mentalidad burguesa porque al final del siglo que la engendró en todo su potencial, se puso a bucear las profundidades de un physei perturbador cuya consistencia básica radicaba en la biología del malestar, de la desesperación.
Referencias bibliográficas
COMTE, A.
2004 Curso de Filosofía Positiva. Ediciones del Libertador. Buenos Aires.
DARWIN, CH.
2007 El origen de las especies. Centro Editor de Cultura. Buenos Aires.
DOBZHANSKY, T.
1964 Cultural Direction of Human Evolution – A Summation. En S. M. Garn Culture and the direction of human evolution. Wayne State University Press. Detroit.
FREUD, S.
1979 El malestar en la cultura. Alianza. Madrid.
1992 Sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos. Obras Completas. Volumen 3. Amorrurtu. Buenos Aires.
JURESA, J. L. y P. MUERZA
2009 Psicoanálisis: los nuevos signos. La escritura del hablante como don del lenguaje. Editorial Atuel. Buenos Aires.
RICOEUR, P.
2001 (1975) La metáfora viva. Editorial Trotta. Madrid.
ROMERO, J. L.
2006 Estudio de la mentalidad burguesa. Alianza. Buenos Aires.
RUSE, M.
2009 Charles Darwin. Katz. Madrid.
SAUSSURE, F. DE
1945 (1916) Curso de Lingüística General. Losada. Buenos Aires.
WILDIERS, N. M.
1964 Prólogo. En T. de Chardin La aparición del Hombre. Taurus. Madrid.

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